Comúnmente llamado
“gato”, aquel descendiente de Bastet sigue generándonos, desde su estampa y su
actuar, un cúmulo de sentimientos y preguntas. Por ejemplo: ¿Cuál es el vínculo
que une a los escritores con los gatos? El misterio es salud, nos dice
Chesterton. Por lo tanto, las líneas que siguen no explican ni argumentan el
quid de la cuestión, son apenas una humilde celebración de este vínculo. Me
gusta pensar en los libros de Osvaldo Soriano escribiéndose mientras un felino
ronda su escritorio. Adoro imaginar a los duros de Hemingway y Bukowski teclear
sus Underwood con un maullido o ronroneo cómplices. Me maravillo ante los mininos
testigos de las frondosas imaginaciones de Ray Bradbury y Philip Dick. Ahí
están las fotos de Jean Paul Sartre abrazando a su amigo peludo, ahí Hermann
Hesse alza feliz al suyo o Truman Capote mira orgulloso a la cámara con el propio.
Y ahí están Cortázar, Kerouac, Borges, Highsmith, Chandler, María Elena Walsh y
tantos otros con sus adorados amigos de cuatro patas.
En mis recuerdos más
remotos también hay gatos, muchísimos gatos. En mi casa de Wilde hay uno
naranja que firuleteó su cola durante mi infancia y se llamaba Mausi. Cuando mi
viejo murió en un accidente automovilístico (aún recuerdo la última vez que lo
vi, la noche anterior, con su piyama celeste) Michi, mi gato atigrado gris,
vino a dormir a mi cama durante muchas noches (las muchas en las que no supe de
mi viejo porque me ocultaron lo sucedido). Cuando me venía a buscar el micro
del colegio, todas las mañanas a las siete y diez, Chiquitita, una tricolor muy
glotona, venía a frotarse a mis piernas. Después ella dio a luz a cinco gatitos,
mi vieja le armó un refugio en el habitáculo para los tubos de gas y yo los
miraba, cada día, con asombro y devoción. Cuando escuchaba mis discos de Deep
Purple y Led Zeppelin, Pelito, mi gato negro y eterno, estaba conmigo. Siempre
que abría un libro, venía un gato a acompañarme, siempre que terminaba de
ensayar con la banda, se inmiscuía alguno entre la batería, las guitarras o los
amplificadores. Décadas más tarde, cuando estrené mi paternidad, Sofía, una
siamesa de ojos muy azules, acompañó fielmente a mi hija en sus años iniciales.
Podríamos decir que “gateaban” juntas.
Animal de simbolismo
ambivalente, mala suerte en el Japón de ayer, asociado a la serpiente para la
Cábala y el budismo, deidad para el hombre de las pirámides y de fama precaria en
el Medioevo, el gato continúa alimentando el numen de los escritores y
construye, día a día, su propio mito.
Ellos, los gatos, seres
sensuales, armoniosos, poseedores del don, pequeños dioses.
Concuerdo con la
arbitraria y amorosa idea de Albert Schweitzer, el teólogo, filósofo y
humanista alemán cuando dice: “Hay dos medios de huir de las desdichas de la
vida: la música y los gatos”. Me permito agregar un tercer medio, también
arbitrario y amoroso: la literatura.
En la foto, y fuera de
ella, en estos días de encierro e incertidumbre, me acompaña Heidi, una carey
que, es justo decirlo, de Heidi no tiene nada.
¡Salud por nuestros
amigos felinos!
Gustavo Di Pace