lunes, 8 de junio de 2020

Megadeth, Megadeth, aguante Megadeth, Gustavo Di Pace






Hay una soledad que excede las circunstancias, es de índole metafísica. Quizás sea una manifestación de la “falta” de la que habla Lacan o esa “angustia” a la que refiere Kierkegaard. Por si fuera poco, la muerte… El hombre, entonces, re significa su vida: construye sueños, busca la trascendencia, visualiza proyectos, crea religiones, practica la ciencia, el arte e intenta el amor. Modos de encontrar un sentido, maneras de ser “también” junto a los otros. Si el sentimiento resultante tiene algún valor para las imponderables leyes de la naturaleza, no importa demasiado. Ese sentimiento de comunión siempre es para celebrar. Y puede llegar en momentos inesperados. Por ejemplo, en un recital de Megadeth. Porque esta banda, con la altura artística que la caracteriza, ha logrado lo que muy pocos: en primera instancia el recibo emocional, la intensidad de su trabajo encuentra el “hechizo” que Nietzsche atribuye a la música. Pero la banda del Colorado también consigue un impacto que es de índole ritual y sagrada. Se sabe que “esa magia” comenzó en Argentina, innumerables músicos lo han testificado: nuestro país sería dueño de los fanáticos más calientes del mundo. En el caso de Megadeth, todos los que hemos asistido a sus conciertos adoramos el repertorio que constituyen obras como Rust in peace, Countdown to extintion o Youthanasia, por mencionar sólo parte de su discografía. Los más chicos, los más grandes, el pibe al que no le falta nada y el que juntó moneda por moneda para estar, todos coreamos y vitoreamos sus canciones. Y creo sinceramente que cada uno, por lo menos desde hace unos cuantos años, esperamos “ese” momento, ese tiempo en el cual las diferencias se difuminan, se rompen. Porque durante esos compases, acordes y melodía, al menos por un rato, experimentamos el hecho de ser “uno”. La gente se pregunta cuándo será, si después de tal canción o de tal otra. ¿Alguien conoce el setlist? Así, luego de varios temas, de repente, como viniendo de lejos, de un lugar no definido más allá del escenario y de los reflectores, se escuchan unas cuerdas de orquesta y un canto gregoriano, la introducción de “Symphony of Destruction”. Y entonces…
Megadeth, Megadeth, aguante Megadeth

Y comenzamos a saltar, cantamos, nos abrazamos, nos reímos y hasta nos miramos con los que hasta ese momento ni habíamos registrado.

Megadeth, Megadeth, aguante Megadeth

Bajo el poder de un fervoroso mantra, somos transportados  a otro espacio del sentimiento, a cada acorde, a cada nota.

Megadeth, Megadeth, aguante Megadeth

¿Qué sucede? Me pregunto en un instante, y enseguida trato de no racionalizar, de permitirme esta feliz comunión.

Megadeth, Megadeth, aguante Megadeth

Mustaine nos canta, despectivo y rabioso, casi escupiendo las palabras, que afuera algunos se convierten en dioses y hacen rodar cabezas, que afuera bailamos como marionetas, que la tierra retumba. Y sigue gritando verdades, las verdades profundas que los medios tergiversan, pervierten y disfrazan. Ahí está el Colorado recordándonos que afuera el mundo es cruel y que la justicia acaso muy pocas veces sea merecedora de llamarse así.
Los puentes se han tendido y no hay más que una sola voz, la nuestra, la del Colorado y sus músicos que buscamos un cambio de paradigma, de conciencia, para ser una civilización mejor, más humana. Luego viene el solo deslumbrante y otra vez el…

Megadeth, Megadeth, aguante Megadeth

A pesar de todo, el tema nos deja una esperanza, claro, porque algún día, quizás algún día… por ahora dentro de la canción “el poder del mundo cae / un hombre pacífico se mantiene en alto”.

Un acorde abrupto y certero proclama el final, la felicidad nos toca y nos hace uno. La música lo hizo otra vez.

Julio Cortázar dijo que en su obra (y estoy seguro que fuera de ella también) trató de “salir del yo para llegar al tú y luego al nosotros”. Décadas de recitales a cuestas me permiten asegurar que Megadeth, en esos cuatro minutos de concierto, logra aquello que intentaba nuestro querido cronopio. Ese canto es un agradecimiento del público a su obra que, después, según tengo entendido, se extendió a lo largo y ancho de cada país en el que tocan.
Rito, magia, mantra, nombremos de la manera que nombremos a ese maravilloso momento, sin dudas la palabra que elijamos tratará de reflejar, a veces con mayor o menor suerte, un  sentimiento que es único, está tocado por la fraternidad y es siempre conmovedor.

Megadeth, Megadeth, aguante Megadeth.


Gustavo Di Pace







Sobre la "antibiblioteca" de Umberto Eco


Hola amigos 
Nassim Taleb, conocido por su teoría del cisne negro, nos regala también el concepto de “antibiblioteca”. Aplica dicho término al referirse a la obra de Umberto Eco, que contaba con más de 30.000 volúmenes. Se sabe que el escritor italiano dividía a quienes lo visitaban entre los que le preguntaban si los había leído todos y los que entendían que el tamaño de una biblioteca no tiene que ver con el ego de su dueño sino con un espacio de consulta (y placer, si me permiten el agregado). Cuantos más sean los “no leídos” de nuestra biblioteca, más posibilidades tendremos de seguir creciendo como lectores y comprender el mundo. Por lo tanto, no desesperen por los libros que aún no han leído porque de eso se trata, de tenerlos al alcance de la mano. De hecho, les enviaré uno precioso que establece puentes entre la filosofía y el cine de David Lynch (creador de películas como Mullholand Drive, Blue Velvet, El hombre elefante o la famosa Twin Peaks, entre otras obras). 
Saludos para todos y que la literatura sea.

Oda a Eddie Van Halen, Gustavo Di Pace



Con el solo que Eddie Van Halen toca en el tema “Beat it” de Michael Jackson, allá por los años ochenta, se instala definitivamente y a nivel masivo una nueva era en la forma de tocar la guitarra eléctrica. Ya había “renacido” en el instrumental “Eruption” del primer disco de la banda que lleva su nombre. Y digo renacido porque la técnica del tapping ya era conocida y practicada por otros intérpretes (el italiano Vittorio Camardese, por ejemplo, y Jimmy Page, que la había aplicado tímidamente en alguna canción de Led Zeppelin). En este modo de tocar no radicaría entonces la originalidad del músico holandés, si es que se puede hablar de originalidad a estas alturas. Lo que hace único a Eddie Van Halen, su impronta y su sello en el mundo del rock, es la combinación de dicha técnica con al uso inédito de la palanca o vibrato, los arreglos que desarrolla en cada tema y ese fraseo impredecible, rutilante, que hace de la melodía una sucesión de notas veloces y siempre sorprendentes. Este combo explosivo en la composición (porque también es un eximio compositor) y en la interpretación del instrumento, suena como un juego de artificio en apoteósico esplendor. Se sabe que las crónicas musicales de la época hablan de la incredulidad del público y de varios colegas ante ese joven desfachatado que corría y saltaba por el escenario, mientras, de su guitarra, manaba aquel “sonido deslumbrante”.
Cabe recordar que Miles Davis afirma en un reportaje que un músico proveniente del rock, un tal Jimmy Hendrix, negro y revolucionario, es el que despierta en él una nueva manera de ver, de tocar, de sentir. Hay más ejemplos, claro: artistas como Vivaldi, Bach o Paganinni tendrán hijos futuros como Yngwie Malmsteen o el mismísimo Ritchie Blackmore, de Deep Purple y Rainbow. Así, todos los géneros y estilos se influencian. El arte crece, evoluciona, se supera a sí mismo, muta y se transforma.
Eddie Van Halen bebe de la tradición e inicia sus búsquedas a partir de ella, logrando una personalidad distintiva y renovadora. De esa mixtura entre el conocimiento cabal del oficio, el trabajo entusiasta y aquello que los griegos llaman “musa” y casi todos convenimos en llamar “inspiración”, surge entonces el arte.
¡Salud por siempre, Eddie!

Gustavo Di Pace


100 libros / 100 lectores / 100 historias III


100 libros / 100 lectores / 100 historias, es un proyecto por el cual honramos la literatura y difundimos la lectura. La propuesta consiste en tomarse una fotografía con un libro querido, revivir un afecto, un momento importante, y corroborar que siempre, detrás, hay una historia. Si querés sumarte o saber más, no dudes en consultarnos.

Oda escrita en 1966, Jorge Luis Borges

 

Nadie es la patria. Ni siquiera el jinete
que, alto en el alba de una plaza desierta,
rige un corcel de bronce por el tiempo,
ni los otros que miran desde el mármol,
ni los que prodigaron su bélica ceniza
por los campos de américa
o dejaron un verso o una hazaña
o la memoria de una vida cabal
en el justo ejercicio de los días.
Nadie es la patria. Ni siquiera los símbolos.
Nadie es la patria. Ni siquiera el tiempo
cargado de batallas, de espadas y de éxodos
y de la lenta población de regiones
que lindan con la aurora y el ocaso,
y de rostros que van envejeciendo
en los espejos que se empañan
y de sufridas agonías anónimas
que duran hasta el alba
y de la telaraña de la lluvia
sobre negros jardines.
La patria, amigos, es un acto perpetuo
como el perpetuo mundo. (Si el eterno
espectador dejara de soñarnos
un solo instante, nos fulminaría,
blanco y brusco relámpago, su olvido.)
Nadie es la patria, pero todos debemos
ser dignos del antiguo juramento
que prestaron aquellos caballeros
de ser lo que ignoraban, argentinos,
de ser lo que serían por el hecho
de haber jurado en esa vieja casa.
Somos el porvenir de esos varones,
la justificación de aquellos muertos;
nuestro deber es la gloriosa carga
que a nuestra sombra legan esas sombras
que debemos salvar.
Nadie es la patria, pero todos lo somos.
Arda en mi pecho y en el vuestro, incesante,
ese límpido fuego misterioso.

Si los tiburones fueran hombres, Bertolt Brecht



–Si los tiburones fueran hombres –preguntó al señor K. la hija pequeña de su patrona–, ¿se portarían mejor con los pececitos?
–Claro que sí –respondió el señor K.–. Si los tiburones fueran hombres, harían construir en el mar cajas enormes para los pececitos, con toda clase de alimentos en su interior, tanto plantas como materias animales. Se preocuparían de que las cajas tuvieran siempre agua fresca y adoptarían todo tipo de medidas sanitarias. Si, por ejemplo, un pececito se lastimase una aleta, en seguida se la vendarían de modo que el pececito no se les muriera prematuramente a los tiburones.
Para que los pececitos no se pusieran tristes habría, de cuando en cuando, grandes fiestas acuáticas, pues los pececitos alegres tienen mejor sabor que los tristes. También habría escuelas en el interior de las cajas. En esas escuelas se enseñaría a los pececitos a entrar en las fauces de los tiburones. Estos necesitarían tener nociones de geografía para mejor localizar a los grandes tiburones, que andan por ahí holgazaneando. Lo principal sería, naturalmente, la formación moral de los pececitos. Se les enseñaría que no hay nada más grande ni más hermoso para un pececito que sacrificarse con alegría; también se les enseñaría a tener fe en los tiburones, y a creerles cuando les dijesen que ellos ya se ocupan de forjarles un hermoso porvenir. Se les daría a entender que ese porvenir que se les auguraba sólo estaría asegurado si aprendían a obedecer. Los pececillos deberían guardarse bien de las bajas pasiones, así como de cualquier inclinación materialista, egoísta o marxista. Si algún pececillo mostrase semejantes tendencias, sus compañeros deberían comunicarlo inmediatamente a los tiburones.
Si los tiburones fueran hombres, se harían naturalmente la guerra entre sí para conquistar cajas y pececillos ajenos. Además, cada tiburón obligaría a sus propios pececillos a combatir en esas guerras. Cada tiburón enseñaría a sus pececillos que entre ellos y los pececillos de otros tiburones existe una enorme diferencia. Si bien todos los pececillos son mudos, proclamarían, lo cierto es que callan en idiomas muy distintos y por eso jamás logran entenderse. A cada pececillo que matase en una guerra a un par de pececillos enemigos, de esos que callan en otro idioma, se les concedería una medalla al coraje y se le otorgaría además el titulo de héroe. Si los tiburones fueran hombres, tendrían también su arte. Habría hermosos cuadros en los que se representarían los dientes de los tiburones en colores maravillosos, y sus fauces como puros jardines de recreo en los que da gusto retozar. Los teatros del fondo del mar mostrarían a heroicos pececillos entrando entusiasmados en las fauces de los tiburones, y la música sería tan bella que, a sus sones, arrullados por los pensamientos más deliciosos, como en un ensueño, los pececillos se precipitarían en tropel, precedidos por la banda, dentro de esas fauces. Habría asimismo una religión, si los tiburones fueran hombres. Esa religión enseñaría que la verdadera vida comienza para los pececillos en el estómago de los tiburones. Además, si los tiburones fueran hombres, los pececillos dejarían de ser todos iguales como lo son ahora. Algunos ocuparían ciertos cargos, lo que los colocaría por encima de los demás. A aquellos pececillos que fueran un poco más grandes se les permitiría incluso tragarse a los más pequeños. Los tiburones verían esta práctica con agrado, pues les proporcionaría mayores bocados. Los pececillos más gordos, que serían los que ocupasen ciertos puestos, se encargarían de mantener el orden entre los demás pececillos, y se harían maestros u oficiales, ingenieros especializados en la construcción de cajas, etc. En una palabra: habría por fin en el mar una cultura si los tiburones fueran hombres.

100 libros / 100 lectores / 100 historias II


100 libros / 100 lectores / 100 historias, es un proyecto por el cual honramos la literatura y difundimos la lectura. La propuesta consiste en tomarse una fotografía con un libro querido, revivir un afecto, un momento importante, y corroborar que siempre, detrás, hay una historia. Si querés sumarte o saber más, no dudes en consultarnos.