miércoles, 14 de agosto de 2019

Valéry como símbolo, Jorge Luis Borges





Aproximar el nombre de Whitman al de Paul Valéry es a primera vista una operación arbitraria y (lo que es peor) inepta. Valéry es símbolo de infinitas destrezas pero asimismo de infinitos escrúpulos; Whitman, de una casi incoherente pero titánica vocación de felicidad; Valéry ilustremente personifica los laberintos del espíritu; Whitman, las interjecciones del cuerpo. Valéry es símbolo de Europa y de su delicado crepúsculo; Whitman, de la mañana de América. El orbe entero de la literatura parece no admitir dos aplicaciones más antagónicas de la palabra poeta. Un hecho, sin embargo, los une: la obra de los dos es menos preciosa como poesía que como signo de un poeta ejemplar, creado por esa obra. Así, el poeta inglés Lascelles Abercrombie pudo alabar a Whitman por haber creado «de la riqueza de su noble experiencia, esa figura vívida y personal que es una de las pocas cosas realmente grandes de la poesía de nuestro tiempo: la figura de él mismo». El dictamen es vago y superlativo, pero tiene la singular virtud de no identificar a Whitman, hombre de letras y devoto de Tennyson, con Whitman, héroe semidivino de Leaves of Grass. La distinción es válida; Whitman redactó sus rapsodias en función de un yo imaginario, formado parcialmente de él mismo parcialmente de cada uno de sus lectores. De ahí las divergencias que han exasperado a la crítica; de ahí la costumbre de fechar sus poemas en territorios que jamás conoció; de ahí que, en tal página de su obra, naciera en los estados del sur, y en tal otra (también en la realidad) en Long Island.

Uno de los propósitos de las composiciones de Whitman es definir a un hombre posible —Walt Whitman— de ilimitada y negligente felicidad; no menos hiperbólico, no menos ilusorio, es el hombre que definen las composiciones de Valéry. Éste no magnifica, como aquél, las capacidades humanas de filantropía, de fervor y de dicha; magnifica las virtudes mentales. Valéry ha creado a Edmond Teste; ese personaje sería uno de los mitos de nuestro siglo si todos, íntimamente, no lo juzgáramos un mero Doppelgänger de Valéry. Para nosotros, Valéry es Edmond Teste. Es decir; Valéry es una derivación del Chevalier Dupin de Edgar Allan Poe y del inconcebible Dios de los teólogos. Lo cual, verosímilmente, no es cierto.
Yeats, Rilke y Eliot han escrito versos más memorables que los de Valéry; Joyce y Stefan George han ejecutado modificaciones más profundas en su instrumento (quizá el francés es menos modificable que el inglés y que el alemán); pero detrás de la obra de esos eminentes artífices no hay una personalidad comparable a la de Valéry. La circunstancia de que esa personalidad sea de algún modo, una proyección de la obra, no disminuye el hecho. Proponer a los hombres la lucidez en una era bajamente romántica, en la era melancólica del nazismo y del materialismo dialéctico, de los augures de la secta de Freud y de los comerciantes del surréalisme, tal es la benemérita misión que desempeñó (que sigue desempeñando) Valéry.
Paul Valéry nos deja, al morir, el símbolo de un hombre infinitamente sensible a todo hecho y para el cual todo hecho es un estímulo que puede suscitar una infinita serie de pensamientos. De un hombre que trasciende los rasgos diferenciales del yo y de quien podemos decir, como William Hazlitt de Shakespeare: He is nothing in himself. De un hombre cuyos admirables textos no agotan, ni siquiera definen, sus omnímodas posibilidades. De un hombre que en un siglo que adora los caóticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión, prefirió siempre los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden.
Buenos Aires, 1945
 
de Otras inquisiciones, 1952