lunes, 2 de diciembre de 2019

Fragmentos de La hermana menor, de Raymond Chandler



 “Se entra por una puerta doble, vaivén. Adentro hay una combinación de seccional y oficina de informes en la que se sienta una de esas mujeres sin edad que uno puede ver en las oficinas municipales de cualquier ciudad del planeta. Nunca fueron jóvenes y nunca serán viejas. No tienen belleza, ni encanto, ni estilo. No tienen que agradar a nadie. Están seguras. Son corteses sin llegar nunca a ser amables, e inteligentes e informadas sin tener ningún verdadero interés en nada. Son eso en lo que se transforman los seres humanos cuando cambian la vida por la existencia, y la ambición por la seguridad.”

 

“Tomé hacia el oeste por Sunset Boulevard, pero no fui a casa. En La Brea doblé hacia el norte y seguí hacia Highland, subí por Cahuenga Pass y bajé por el Ventura Boulevard; pasé por Studio City, Sherman Oaks y Encino. No hubo nada de solitario en la excursión. Nunca se está solo en ese camino. Chicos amantes de la velocidad pasaban en Fords sin capota por arriba y por debajo siguiendo las corrientes del tránsito, escurriéndose a un décimo de centímetro de los paragolpes ajenos pero, no sé cómo, sin estrellarse nunca. Hombres cansados en cupés y sedanes polvorientos entrecerraban los ojos y apretaban las manos sobre los volantes y se deslizaban hacia el norte o el oeste, hacia sus casas y sus cenas, la página deportiva del diario de la tarde, el ruido de la radio, los gemidos de sus hijos malcriados y el parloteo de sus esposas tontas. Pasé frente a las luces de neón y las falsas fachadas que tenían debajo, frente a los grasientos puestos de hamburguesas que parecían palacios bajo el colorinche, los restaurantes circulares para automovilistas que no querían apearse, alegres como circos con sus mostradores brillantes y atrás las cocinas sudorosas donde se preparaban cosas que habrían envenenado a un sapo”




jueves, 12 de septiembre de 2019

Una lectura de Alimento para la fe del cuerpo, de Eleonora Diez





Aquella frase de John Keats “La poesía debe ser natural como las hojas, pero como toda hoja es una lenta y minuciosa creación del árbol“, toma real dimensión cuando leemos Alimento para la fe del cuerpo. Su autora, Eleonora Diez, ejerce una pluma cuidada que se abre, pétalo a pétalo, al mundo. En su universo textual la naturaleza toma protagonismo y se postula sutilmente un regreso a lo esencial, al Paraíso Perdido, ese lugar y momento de carácter mítico en el cual Cielo y Tierra no estaban lejos. El suyo es un canto a lo primordial, una apoteosis donde el hombre no es exclusivo protagonista sino que comparte su derecho a vivir con el resto de los seres vivos. 
Víctor Hugo reflexiona que el poeta es un profeta, Novalis lo llama médico trascendental, Whitman asegura que es el primer hombre. En el caso de la autora, que en 2017 arrojó al mundo su volumen Aguas negras, confluyen estas aproximaciones y, cabría agregar, se transluce el concepto del poeta como un “recuperador”. Así, Diez rescata lo sagrado, homenajea lo profundo en los tiempos de la tecnología todopoderosa. Es claro que no es menor una apuesta de estas características, porque escribir bajo este precepto es afirmar una forma del coraje, una mirada propia, una visión artística sin concesiones.
En cuanto a lo formal, el libro abunda en formas breves que asombran por su contundencia e intensidad a cada palabra, a cada verso, a cada estrofa. Se mixturan los recursos del trabajador incansable con la disposición contemplativa del oriental que practica el tradicional haiku. Paradójicamente, la obra subraya su ferviente contemporaneidad. “Leer como si se tratara de mirar el mar”, recomienda Hugo Mujica, dejarlo ser y abrirse a la totalidad. En efecto, Alimento para la fe del cuerpo es también una gratificante puesta en acto de tales ideas, una lúcida resonancia que permite, como dice otra vez Mujica “abrirse a ella, y en ella, abrirse en el espacio que ella misma convoca con su propia voz”.
Una apostilla: al concepto general de la obra escapan unos pocos poemas que, más que como licencia poética, se vislumbran como una ineludible necesidad de nacimiento: son los que crean o recrean la emoción del amor. Dichos versos asoman como pequeñas epifanías que dan matiz al conjunto, con imágenes tiernas y novísimas, según se lee en el poema "Grillos" o de ardiente y pudorosa sensualidad, en el poema "Punta de lengua". Para cerrar esta separata, anotamos también algunos versos de tinte social como "Visión del Mal" (así, con mayúsculas) e, incluso, una distopía poética como "Pájaros rotos" (y que la ciencia ficción bufe).
A la variedad de recursos formales y temáticos, la poetisa suma una de las formas más dificultosas del hecho artístico: aquella que respira un tono de celebración antes que de incomodidad o paradoja. "A Ñuke Mapu" subraya esta apreciación, con su estado de ánimo que es un todo de agradecimiento.
Por todo esto, Alimento para la fe del cuerpo es, y permítaseme el lugar común, un bichito de luz en la oscuridad, un trabajo literario que conmueve por el inédito punto de vista, su clara desmitificación del yo y el alumbramiento sinuoso de poemas como crímenes perfectos.
La autora teje la palabra, la acuna y le da calor, homenajea a su admirado Juanele, a quien dedica uno de sus poemas más bellos, y le escribe también al río, que rememora y honra el vínculo con el padre, para llegar a un altar de hojas y que las estrellas caigan imperfectas y dulces y temibles.
Para el final, y con mi sugerencia de que nos dejemos habitar por esta obra que es raíz, tronco, ramas y árbol, me permito parafrasear las frases que dan la bienvenida al libro: una es la de Matsuo Basho, cuando dice que de lo que vemos no hay nada que no sea flor y de lo que nos conmueve no hay nada que no sea luna. Acaso podríamos decir que de lo que leemos en Alimento para la fe del cuerpo, no hay nada que no sea la voz personal de la autora y de lo que nos conmueve no hay nada que no sea su poesía sincera, cruda, metafísica. La otra frase que me animo a reescribir es la de Leopoldo Castilla, cuando dice que el mar no sabe morir, quizás… la poesía de Eleonora Diez, tampoco. 

                                      
                                               Gustavo Di Pace





miércoles, 14 de agosto de 2019

Valéry como símbolo, Jorge Luis Borges





Aproximar el nombre de Whitman al de Paul Valéry es a primera vista una operación arbitraria y (lo que es peor) inepta. Valéry es símbolo de infinitas destrezas pero asimismo de infinitos escrúpulos; Whitman, de una casi incoherente pero titánica vocación de felicidad; Valéry ilustremente personifica los laberintos del espíritu; Whitman, las interjecciones del cuerpo. Valéry es símbolo de Europa y de su delicado crepúsculo; Whitman, de la mañana de América. El orbe entero de la literatura parece no admitir dos aplicaciones más antagónicas de la palabra poeta. Un hecho, sin embargo, los une: la obra de los dos es menos preciosa como poesía que como signo de un poeta ejemplar, creado por esa obra. Así, el poeta inglés Lascelles Abercrombie pudo alabar a Whitman por haber creado «de la riqueza de su noble experiencia, esa figura vívida y personal que es una de las pocas cosas realmente grandes de la poesía de nuestro tiempo: la figura de él mismo». El dictamen es vago y superlativo, pero tiene la singular virtud de no identificar a Whitman, hombre de letras y devoto de Tennyson, con Whitman, héroe semidivino de Leaves of Grass. La distinción es válida; Whitman redactó sus rapsodias en función de un yo imaginario, formado parcialmente de él mismo parcialmente de cada uno de sus lectores. De ahí las divergencias que han exasperado a la crítica; de ahí la costumbre de fechar sus poemas en territorios que jamás conoció; de ahí que, en tal página de su obra, naciera en los estados del sur, y en tal otra (también en la realidad) en Long Island.

Uno de los propósitos de las composiciones de Whitman es definir a un hombre posible —Walt Whitman— de ilimitada y negligente felicidad; no menos hiperbólico, no menos ilusorio, es el hombre que definen las composiciones de Valéry. Éste no magnifica, como aquél, las capacidades humanas de filantropía, de fervor y de dicha; magnifica las virtudes mentales. Valéry ha creado a Edmond Teste; ese personaje sería uno de los mitos de nuestro siglo si todos, íntimamente, no lo juzgáramos un mero Doppelgänger de Valéry. Para nosotros, Valéry es Edmond Teste. Es decir; Valéry es una derivación del Chevalier Dupin de Edgar Allan Poe y del inconcebible Dios de los teólogos. Lo cual, verosímilmente, no es cierto.
Yeats, Rilke y Eliot han escrito versos más memorables que los de Valéry; Joyce y Stefan George han ejecutado modificaciones más profundas en su instrumento (quizá el francés es menos modificable que el inglés y que el alemán); pero detrás de la obra de esos eminentes artífices no hay una personalidad comparable a la de Valéry. La circunstancia de que esa personalidad sea de algún modo, una proyección de la obra, no disminuye el hecho. Proponer a los hombres la lucidez en una era bajamente romántica, en la era melancólica del nazismo y del materialismo dialéctico, de los augures de la secta de Freud y de los comerciantes del surréalisme, tal es la benemérita misión que desempeñó (que sigue desempeñando) Valéry.
Paul Valéry nos deja, al morir, el símbolo de un hombre infinitamente sensible a todo hecho y para el cual todo hecho es un estímulo que puede suscitar una infinita serie de pensamientos. De un hombre que trasciende los rasgos diferenciales del yo y de quien podemos decir, como William Hazlitt de Shakespeare: He is nothing in himself. De un hombre cuyos admirables textos no agotan, ni siquiera definen, sus omnímodas posibilidades. De un hombre que en un siglo que adora los caóticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión, prefirió siempre los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden.
Buenos Aires, 1945
 
de Otras inquisiciones, 1952

miércoles, 22 de mayo de 2019

La bacinilla, Gustavo Di Pace


 

 

 LA BACINILLA


De El chico del ataúd, Alción Editora, Córdoba, 2014


                                                                                                          Una América toda
                                                                                                                      asilo 
  de los dioses 
                                                                                                                    todos,
                                                                                                                      con
                                                                                                            lengua, tierra y
                                                                                                                      ríos
                                                                                                           libres para todos.

                                                               del epitafio de Domingo Faustino Sarmiento

El Hotel Cancha Sociedad se ha llenado de gente, y el aroma de los caldos artísticos del chef se cuela en las narices, hace olvidar el calor sofocante. Allí están los guaraníes mansos que soportaron sus pensamientos y, por último, su gratitud. La inminencia de la muerte los ha unido. A ellos y a él: el viejo, el loco. En medio de la muchedumbre, un fotógrafo lamenta su última fotografía. La del difunto. Es ya anécdota que la cama de hierro no era digna de eternidad. Por esta razón, la última foto se hizo con el sillón de lectura que, con esmero, el ex presidente argentino acondicionó para su venida al Paraguay.
El fotógrafo está nervioso. La placa de vidrio le pesa, pero no se atrevió a dejarla en la habitación. Ya volverá por el resto de sus cosas cuando el bullicio se calme. Entre tanto, se pierde entre las habladurías de la plebe. En muy pocos hay dolor. Luego, el fotógrafo, que se llama Manuel San Martín, trata de salir del hotel. Se hace paso entre curiosos de varias latitudes y recuerda las cartas que la hija del muerto le ha mostrado. Cartas a los amigos Adolfo Saldías y José Posse. Cartas muy distintas a las que en su momento, el viejo le había dirigido a Mitre. Recuerda en especial una:

“Aquí he encontrado unos preciosos pajaritos bolivianos que cantan admirablemente, visten de caña y negro y duermen en cama tendida, que exigen limpia, y se tapan con la cubierta, bien tapados de manera que no se les ve sino la cabeza”.

Y sigue recordando, él, Manuel San Martín, el fotógrafo que… ¿cómo pudo olvidarlo? Sí, era bromista el viejo. Mejor evocar sus chanzas. Ya en las afueras del Cancha Sociedad, sentado a la sombra de un naranjo, con el murmullo lejano teloneado por el canto de los pajaritos, el recuerdo le trae al fotógrafo otra imagen. Menos digna que aquella que la posteridad podrá conocer. Lo sabe y le duele, claro. En ella se ve a él mismo que ayuda, que hace fuerza para trasladar el cuerpo del viejo al sillón. Y hacen fuerza todos en la memoria. Ahí están García Merou, José Antonio Jurado, Sabino Morra y Narciso Acuña García. Y Juan, claro, el sirviente vascuense, que no para de llorar, pobrecito. También vuelve el sacerdote francés. El opaco ministro que el viejo no pidió cuando se le venía la muerte. Pero el viejo ya no sabrá que alguno de los suyos —¿quién habrá sido?— le desobedeció el deseo. Él quería una muerte digna.
¿Pero qué dignidad? se pregunta en tono de maldición Manuel San Martín. Hace horas que la muerte trajo otra cosa. Bajo ese naranjo, le pesa hasta el apellido, demasiado importante. Hasta el canto de los pajaritos ahí arriba en el cielo paraguayo le pesa. El gentío pasa, lo mira, pronto constatará su error. Tanto estudio y trabajo, tanto ojo adiestrado para que, después de esperar que aclarase para tener más luz y tomar la foto, se olvide de quitar la bacinilla.
Sí, la muerte trajo otra cosa y no es dignidad. Cuando el proceso de revelado se termine será aún peor. ¿Qué será de su carrera? ¿Y de sus pretensiones con María Luisa, la nieta del muerto?
El murmullo crece con el pasar de los minutos. Los pajaritos deberían cantar más fuerte. Y él debería buscar otro naranjo, más lejos, virgen de ciudad. Piensa en tirar la placa de vidrio. Su maldestino podría astillarse en la tierra seca, y a otra cosa, para que nadie vea la bacinilla, en el extremo izquierdo, al lado del cadáver. Pero algo lo impide. No sabe bien qué es. Sólo sabe que es mejor volver por sus cosas. Manuel San Martín regresa al hotel y escucha de nuevo la inmensa unión de voces. Porque el Cancha Sociedad está más lleno que antes. Y los pajaritos entonados son tal vez los mismos que el viejo describía en su carta.
Algunos comentarios giran en torno al embalsamamiento del hombre: “Aquel cuerpo de pecho un tanto hundido, el mentón prominente, el labio inferior grueso que parecía volcarse con desprecio o con soberbia, los ojos oscuros, vivísimos, encendidos a pesar de la senectud”, como lo describió alguna vez Carlos Ibarguren.
Y él, Manuel San Martín, en una sucesión insoportable de imágenes recientes, vuelve a verla a ella, a María Luisa, velando al abuelo con esa altura de sentimientos, mientras constata que ha llegado la luz suficiente. Mientras ya sabe que no solo el embalsamado tolerará el paso del tiempo.
Atrás, en algún lugar del mito que nace, quedarán la Filosofía sintética de Spencer, los viajes en bote por el río Paraguay hasta la boca del Pilcomayo, el nutrido fuego a los caimanes tendidos en las playas cenagosas, las interminables siestas, los pupitres donados, la casa isotérmica, la estampa japonesa, Aurelia Vélez, el barril de vino de San Juan y la presidencia de los argentinos.
Ahora, sólo quedará esa foto, la que él, Manuel San Martín, con el aval de los deudos, tomó unas horas antes de que llegue la multitud. Y con esa foto y ese olvido, dividirá otra vez las aguas. Volverán el amor, el odio, la sospecha. Porque los taleros con que se castiga a los niños y se cuelgan detrás de las puertas no son fotografiados. Ni las bacinillas.
Manuel San Martín ha violado el código. Él, que pretendía a María Luisa, legará al futuro la humanidad que nadie quiere mostrar. Qué dignidad, eso tiene que ver con la vida de algunos, no con la muerte, la exasperante demócrata. Si tuviera el coraje cobarde de dejar caer la placa de vidrio... Simular un accidente... ahí, en medio de la muchedumbre. Pero resuelve que es inútil, no quiere sumar otro error.
La bacinilla no debió estar allí, mucho menos en la placa de vidrio, se dice Manuel San Martín.
Quizás, él tampoco.

                                                                                                        © Gustavo Di Pace