jueves, 12 de septiembre de 2019

Una lectura de Alimento para la fe del cuerpo, de Eleonora Diez





Aquella frase de John Keats “La poesía debe ser natural como las hojas, pero como toda hoja es una lenta y minuciosa creación del árbol“, toma real dimensión cuando leemos Alimento para la fe del cuerpo. Su autora, Eleonora Diez, ejerce una pluma cuidada que se abre, pétalo a pétalo, al mundo. En su universo textual la naturaleza toma protagonismo y se postula sutilmente un regreso a lo esencial, al Paraíso Perdido, ese lugar y momento de carácter mítico en el cual Cielo y Tierra no estaban lejos. El suyo es un canto a lo primordial, una apoteosis donde el hombre no es exclusivo protagonista sino que comparte su derecho a vivir con el resto de los seres vivos. 
Víctor Hugo reflexiona que el poeta es un profeta, Novalis lo llama médico trascendental, Whitman asegura que es el primer hombre. En el caso de la autora, que en 2017 arrojó al mundo su volumen Aguas negras, confluyen estas aproximaciones y, cabría agregar, se transluce el concepto del poeta como un “recuperador”. Así, Diez rescata lo sagrado, homenajea lo profundo en los tiempos de la tecnología todopoderosa. Es claro que no es menor una apuesta de estas características, porque escribir bajo este precepto es afirmar una forma del coraje, una mirada propia, una visión artística sin concesiones.
En cuanto a lo formal, el libro abunda en formas breves que asombran por su contundencia e intensidad a cada palabra, a cada verso, a cada estrofa. Se mixturan los recursos del trabajador incansable con la disposición contemplativa del oriental que practica el tradicional haiku. Paradójicamente, la obra subraya su ferviente contemporaneidad. “Leer como si se tratara de mirar el mar”, recomienda Hugo Mujica, dejarlo ser y abrirse a la totalidad. En efecto, Alimento para la fe del cuerpo es también una gratificante puesta en acto de tales ideas, una lúcida resonancia que permite, como dice otra vez Mujica “abrirse a ella, y en ella, abrirse en el espacio que ella misma convoca con su propia voz”.
Una apostilla: al concepto general de la obra escapan unos pocos poemas que, más que como licencia poética, se vislumbran como una ineludible necesidad de nacimiento: son los que crean o recrean la emoción del amor. Dichos versos asoman como pequeñas epifanías que dan matiz al conjunto, con imágenes tiernas y novísimas, según se lee en el poema "Grillos" o de ardiente y pudorosa sensualidad, en el poema "Punta de lengua". Para cerrar esta separata, anotamos también algunos versos de tinte social como "Visión del Mal" (así, con mayúsculas) e, incluso, una distopía poética como "Pájaros rotos" (y que la ciencia ficción bufe).
A la variedad de recursos formales y temáticos, la poetisa suma una de las formas más dificultosas del hecho artístico: aquella que respira un tono de celebración antes que de incomodidad o paradoja. "A Ñuke Mapu" subraya esta apreciación, con su estado de ánimo que es un todo de agradecimiento.
Por todo esto, Alimento para la fe del cuerpo es, y permítaseme el lugar común, un bichito de luz en la oscuridad, un trabajo literario que conmueve por el inédito punto de vista, su clara desmitificación del yo y el alumbramiento sinuoso de poemas como crímenes perfectos.
La autora teje la palabra, la acuna y le da calor, homenajea a su admirado Juanele, a quien dedica uno de sus poemas más bellos, y le escribe también al río, que rememora y honra el vínculo con el padre, para llegar a un altar de hojas y que las estrellas caigan imperfectas y dulces y temibles.
Para el final, y con mi sugerencia de que nos dejemos habitar por esta obra que es raíz, tronco, ramas y árbol, me permito parafrasear las frases que dan la bienvenida al libro: una es la de Matsuo Basho, cuando dice que de lo que vemos no hay nada que no sea flor y de lo que nos conmueve no hay nada que no sea luna. Acaso podríamos decir que de lo que leemos en Alimento para la fe del cuerpo, no hay nada que no sea la voz personal de la autora y de lo que nos conmueve no hay nada que no sea su poesía sincera, cruda, metafísica. La otra frase que me animo a reescribir es la de Leopoldo Castilla, cuando dice que el mar no sabe morir, quizás… la poesía de Eleonora Diez, tampoco. 

                                      
                                               Gustavo Di Pace