jueves, 25 de mayo de 2017

Delfines del Plata, por Gustavo Di Pace

Unos delfines como los de esta estampilla sirven de marco histórico a aquel cuento de El chico del ataúd, publicado por Alción Editora en 2014. Una revolución de mayo distinta, y que adoré escribir. Los invito a conocerla, y que la literatura sea.
Delfines del Plata,
El chico del ataúd, Alción Editora, 2014

¿En qué realidad vive ese hombre? se pregunta don Mariano Santa Coloma, al regresar por la calle Arce hasta su casa. Ese parroquiano con el que se cruza en la Fonda de los Tres Reyes le habla del intenso color marrón del río, de delfines que surcan las aguas, de una aldea que descree de las aptitudes de gobierno del Virrey y sus asesores. Tal vez no sea extraño, se dice, que esos pensamientos provengan de un hombre como aquel. Ambos son criollos, pero en el otro fluye sangre mestiza. Los descendientes de europeos como él, blancos, más puros, no tienen de qué quejarse. Pero a ellos, a ese parroquiano, el resentimiento los marca, piensa don Mariano, y vaya a saber si las copas no han acrecentado su imaginación.
Sin embargo, simpatiza con ese hombre, que dice llamarse Juan. Lo trata incluso con la amabilidad que ostenta ante los mercaderes ingleses.
En los encuentros de las últimas dos semanas —porque son varios los encuentros que tiene con él— Juan le ha contado muchas cosas. Y él lo deja hablar. Es que algunos mestizos dicen cosas interesantes. A medida que el vino entra en los cuerpos, la confianza sale por la boca y se convierte en palabras; es por eso que los mundos comienzan a cruzarse. El del parroquiano sorprende a don Mariano, se cuela en su escepticismo y lo desafía, a la par del ruido y las risas de los otros, abundado el lugar de españoles, criollos y, de vez en cuando, algún indio, que el bienintencionado del dueño deja entrar. El ámbito lo ayuda a disfrutar esa música distinta, aunque a veces el mundo de Juan no es afable, máxime cuando habla de los carnavales o del fandango, ese baile de otros tiempos. Por suerte, dichas costumbres herejes han sido abolidas, piensa don Mariano. Al despedirse del parroquiano, le asoma por dentro una tímida angustia. Santa Coloma envidia el entusiasmo, la alegría de ese hombre. Es verdad que muchas veces, en la Fonda de los Tres Reyes, la gente es propensa a la felicidad. Pero la felicidad del nuevo amigo es una felicidad distinta. A ese hombre el trabajo o la vida cotidiana no lo han abrumado, como le pasa a él que, con suerte, se permite disfrutar de la familia. La vida de Santa Coloma fluye sin mayores inconvenientes, o así lo hizo hasta que conoció a Juan y sus historias. Don Mariano comprueba que las necesita, que le hacen bien. La Fonda de los Tres Reyes acuna estas historias, la de los indios que pueden entrar, la de los criollos y los españoles. Las cuida y las alimenta. Pero no todo es camaradería entre Santa Coloma y el otro, porque al encuentro siguiente algo amenaza con romperse. Es que Juan, con la segunda copa en la mano, confiesa lo de las reuniones en la jabonería, y que no son pocos los asistentes. Es más, dice que hay abogados, comerciantes incipientes, un fraile. Don Mariano no puede creerlo. ¿Quién es ese hombre que se anima a referir tales confabulaciones? ¿De dónde vino? Lo vuelve a escrutar: estatura media, piel oscura, ojos negros. Nota, además, que la boca del hombre no es grande, aunque está claro que su indiscreción sí. ¡Ni sus esclavos son tan distraídos como para andar contando tamaños secretos!
Santa Coloma pasa el día nervioso; sabe que si esas reuniones existen, incidirán en el comercio y en la calma de la aldea. Durante varios días hace preguntas a colegas y vecinos y a los esclavos también. Pero los colegas, los vecinos y los esclavos lo miran desconcertados. El reino de Fernando VII sigue en pie, le dicen. ¿En qué mundo vivimos? le pregunta a otro comerciante. Para contrarrestar de algún modo tales infidencias, Santa Coloma visita al día siguiente el río y su amanecer. Quiere quedarse con esa imagen que recuerda por las noches: frente al inmenso marrón, Santa Coloma curiosea la superficie con todas sus fuerzas; quiere ver los delfines de los que habla Juan. Quiere asomarse a esa realidad que le pinta mientras beben e intercambian el relato de sus vidas. Si una copa de vino ayudase, iría por ella, pero… don Mariano se queda ahí, con la brisa acariciándole la cara, viniendo de tan lejos para encontrarse con él. Ve a las mujeres caminar hacia el río, con las canastas enormes llenas de ropa; y el tiempo pasa, se estira, lo abruma, se le pega a las extremidades, y ningún delfín aparece.
Otra jornada, Santa Coloma se entera de la llegada de un barco: traen más negros. Y ellos, por desgracia, traen sus ritos. Prohibírselos sería peor, motivo por el cual el Virrey, en su infinita generosidad, permite aquellos bailes en los extramuros, esos lupanares donde la concupiscencia se hace carne en cada movimiento. Don Mariano se resigna, y aunque alguna noche tratará de que el sueño le permita hacer oídos sordos a esas manifestaciones, concluye que esa es la aldea en la cual vive y no quiere que cambie.
Luego de asistir a la llegada de aquel barco, Santa Coloma camina por La Recova y se encuentra con Juan. Tantos encuentros parecen premeditados o sujetos a un plan superior. El otro lo saluda contento, casi eufórico. Don Mariano agradece la emoción y escucha al parroquiano, que cuenta sobre la llegada de los paraguas ingleses, que algunos ricos, ese mediodía y con el sol alto, los lucieron como trofeos. Santa Coloma se extraña ante tales descripciones. ¿Paraguas ingleses? ¿De qué habla ese hombre? Estas palabras nuevas rondarán su cabeza durante la noche, y el sueño les moldeará formas diversas.
Después hablan de caballos, de guisos, de tabacos. Y discurren temas nuevos: don Mariano cuenta de su esposa y sus hijos; Juan, de su soledad. “Sería un honor para mí conocer a su familia”, se sincera el otro. Y don Mariano reflexiona que sería grato ir juntos a una función de teatro en el Coliseo Provisional.
Quizá las reuniones en la jabonería tengan un afán de justicia, porque se refieren, según cuenta Juan, a las contradicciones españolas, que hablan de moral y buenas costumbres para luego descubrirse que los funcionarios se acuestan con las esclavas. ¡Con las madres, con las hijas! Es verdad que Santa Coloma se enorgullece de sus raíces, pero es verdad también que no se ufana de tamañas ofensas. Pero lo que lo hace estar cerca del parroquiano es la historia de los delfines. Presiente que es la que conecta realmente sus mundos. Lo sabe con la fuerza de aquella pequeña intimidad construida con el correr de las copas y las vidas contadas.
Esa noche, Santa Coloma no escucha los ritos de los negros recién llegados. La noche lo sorprende con una visión más agradable porque sueña que ve a los delfines en el inmenso marrón; y el parroquiano, que está a su lado, festeja como un chico. Santa Coloma agradece, maravillado, porque su mundo se hace amigo del mundo del otro; porque la realidad, por una vez, lo asombra.
No obstante, la felicidad se esfuma con el correr de los días cuando Juan le cuenta sobre los barcos cargados de esclavos y mercaderías del viejo mundo. En dicha ocasión, el parroquiano relata que el Virrey los ha encallado, para que no llegasen los diarios ingleses y Trinidad no se enterase de lo sucedido en España.
Y de nuevo el desconcierto, no para Juan, sí para Santa Coloma. Por si fuera poco, el encuentro termina con un agravio a su buen nombre, porque al despedirse el otro afirma: “Soy parte de la chusma, un chispero, como dicen por ahí, pero quiero lo mejor para la aldea y esto incomoda a ciertas familias acaudaladas”.
“¿Lo dice por mí?”, se pregunta don Mariano. ¿O será efecto de la caña, que fluye como el vino? El día de la confesión, Santa Coloma se desespera, porque sabe que está entre dos mundos, y le parece dudar a cuál de los dos pertenece. Conseguirá un ejemplar de un diario inglés y se enterará ese mismo día que ningún barco ha llegado ni se ha encallado por orden del Virrey. Concluir que Juan es un fabulador no es muy desatinado, piensa don Mariano. Si es por la caña o el vino que cuenta lo que cuenta, no le importa, porque, en definitiva, Santa Coloma adora esos relatos. Ya no necesita consultar a los esclavos ni a los colegas; está convencido de la magnitud de aquellas imaginerías.
Ahora llueve; don Mariano lo comprueba al salir de la Fonda de los Tres Reyes. Al traspasar el lodazal, ve a algunos jóvenes intelectuales ir al Café de Marco. No llevan en la mano ese invento del que le habló Juan.
Santa Coloma recuerda la última vez que vio al parroquiano, cuando le habló de las reuniones en la casa de Rodríguez Peña. ¿Es posible que haya insurgentes en un clima que, si bien no es el más propicio, respira un crecimiento incipiente de la aldea y sus instituciones? Aquella tarde la despedida no es afectuosa. No puede asir su mirada ni las manos estrechándose, pero está seguro de que la nostalgia del despedirse habitual no está, ha sido reemplazada por una nueva forma de fe y lealtad. Antes de volver a su casa, don Mariano monta su caballo y va hasta la casa del brigadier Quintana. Una fuerza antigua lo impulsa. Sabe que lo que hace no es algo que desea hacer, pero sabe también que un buen súbdito de la corona de Fernando VII no puede quedarse de brazos cruzados ante esas revelaciones. A la par de la lluvia, el aroma del rocío y de las cosas mojadas, Santa Coloma evoca las palabras del nuevo amigo, cuando le dijo que sería un honor para él conocer a su familia. Pero el cielo oscurece apurado, y al fin Santa Coloma llama con el puño cerrado a la puerta de Quintana. Todavía hoy le duelen los nudillos. En un segundo vislumbra la esperanza de que no esté, pero Quintana, el mismísimo brigadier, abre la puerta. El hombre le ofrece entrar y don Mariano, debido a la insistencia, acepta.
Enseguida, y ante ese modo tan realista de contar de Santa Coloma, la cara del brigadier se transforma en una mueca.
Don Mariano le cuenta sobre las actividades facciosas de gente como Castelli, Paso, Belgrano, Chiclana y Darregueira. Le cuenta de los diarios ingleses que transportan los barcos, que informan que algo importante sucedió en España; le cuenta del color del agua del río, de sus delfines. Pero Quintana, lleno de asombro, piensa lo que él mismo piensa del hombre de la Fonda de los Tres Reyes: que es un fabulador o que bebe demasiado. Agradece la información y esgrime que si tales encuentros revolucionarios ocurrieran, él mismo ya lo sabría, que no hay tanta gente en Trinidad como para no enterarse de una confabulación.
“En todo caso, mi estimado amigo, los encuentros revolucionarios son los suyos”, remata Quintana, con suprema ironía.
Don Mariano Santa Coloma vuelve con alivio a casa. Ha cometido una villanía, pero no surte efecto. Entiende que el brigadier tiene razón. Hace mucho que su vida transcurre en una línea recta sin mayores contratiempos que los cotidianos. Hasta el contrabando se ha convertido en una alternativa amigable.
Los días sucesivos el tiempo mejora, no hay rastro de lluvia ni de barro. El lunes veintiuno por la mañana, Santa Coloma encuentra una carta debajo de la puerta. En ella se invita a un Cabildo Abierto a congregarse al día siguiente. También hay una cintita blanca y celeste. Sabe que fue Juan el que dejó la carta. Santa Coloma sale y recorre las calles con especial atención. Siente que sus pasos vacilan, como si algún remoto misterio de la aldea no quisiera dejarse descubrir. Allí están los criollos en sus caballos que andan sobre la tierra seca. Allá están las carretas y los mercaderes ingleses; más acá, las mujeres con sus canastas; en el medio, algunos milicianos conducen un grupo de esclavos. De repente, lo ve al sabiecito de Moreno y después a French, pero no parecen actuar de un modo distinto a otras veces. Más tarde, se detiene frente a la Plaza de la Victoria, el Cabildo, el fuerte. Su tiempo es como una ensoñación; Trinidad fue y es la misma de siempre. Se cruza con Beruti y le pregunta si la gente irá al Cabildo Abierto, si acaso se sospecha alguna revolución. El otro lo mira azorado… ¿un Cabildo Abierto, una revolución? pregunta Beruti. La voz interna de don Mariano Santa Coloma comienza con las preguntas: ¿de dónde viene Juan? ¿De qué lugar proviene la carta? Piensa en volver a lo de Quintana, mostrarle aquella invitación, pero… ¿qué podría decirle?
Entonces, llega la angustia, la sensación de que vive en un mundo insípido, hostil, porque el veintidós no hay ningún Cabildo Abierto, ni ocurre nada significativo los días siguientes. Tal vez aún pueda encontrar al parroquiano. Se dirige a la Fonda de los Tres Reyes y busca a Juan. La vergüenza ha cedido ante la ansiedad de escuchar esas mentiras. Pide un aguardiente y espera. La charla del criollo, de aires subversivos, le hace bien. Busca y busca, pide una caña, sigue esperando. Pero el parroquiano no aparece. Santa Coloma intuye que no debe sorprenderse por aquella ausencia. Esa carta alude a una despedida, a una confirmación de aquel mundo distinto. Nace otra distancia o es la misma, pero ya sin puntos de contacto posibles. El hombre se ha ido, y la carta y la cintita blanca y celeste son su forma de decir adiós. Santa Coloma paga los tragos y ya no visita la fonda, se anima a las tertulias de lo de Marco. Los otros lo observan, saben de su fama absolutista. Pero él no se inmuta, pide sus copas y bebe solo. Otras veces, por la mañana, cruza la Plaza de la Victoria, mira de costado el Cabildo, evita la Fonda de los Tres Reyes y, bordeando la parte lateral del fuerte, se acerca al río. Algunos milicianos lo observan indiferentes. Bandadas de gaviotas cortan el firmamento en dos. Don Mariano entrecierra los ojos para ver si llega algún barco. Observa las aguas sin visos de ese marrón intenso que describió aquel hombre y, con la mano a modo de visera, que contrarresta ese sol de mayo, trata de sorprender algún delfín.
¿En qué realidad vivo yo? ¿Y en cuál vive Juan? se pregunta don Mariano Santa Coloma, otra vez.


Nota: en las aguas del río de la Plata del siglo XIX, abundaban los avistajes de un delfín de tamaño pequeño color ocre amarronado conocido como delfín del Plata o Franciscana (Pontoporia blainvilleii). En la actualidad, sólo puede ser visto desde la bahía San Blas, o en Bahía Blanca, San Clemente y Las Toninas. Debido a la contaminación y la pesca, entre otros factores, su población ha disminuido notoriamente y está en peligro de extinción.