domingo, 26 de julio de 2020

Cena con sombrero, Gustavo Di Pace


Se sabe que la literatura es reescritura; la historia, también. Aquí les dejo otra versión de los hechos...






CENA CON SOMBRERO

 La Ibarguren llega a La Cabaña. Para estar en ese restaurant hizo un largo viaje. Y el viaje empezó en Junín, cuando la comadrona Juana le dio la bienvenida en medio de un llanto ilegítimo. Después vinieron muchas cosas que ahora son recuerdo: la muerte del padre y el comienzo de la pobreza, las mudanzas, la mirada despectiva de los otros, la llegada a Buenos Aires en busca de un destino. La Ibarguren se sienta, y espera causar una buena impresión en los demás. Además del coronel, que la invitó y ahora le hace un chiste sobre su sombrero, están Mercante y una mujer que luego sabrá que se llama Rita o Isabel. Ella no retiene el nombre exacto. Debe ser porque ese asunto de los nombres es un tema delicado para ella. La Ibarguren se presenta como Duarte, porque así lo hace desde que llegó a la ciudad y comenzó su carrera de actriz.
La Duarte observa el lugar, y para ello debe levantar un poco el sombrero. Alguien desliza otro comentario. ¿Qué pasa con su sombrero? Mira al coronel, al resto de los invitados, y trata de descubrir alguna mirada cómplice, una leve sonrisa, un soslayo. Nadie agrega nada. Luego se pierde en los detalles arquitectónicos y decorativos del lugar. Sabe que, años atrás, nunca había imaginado estar en un sitio como ese.
Después de leer el menú piden sus platos. Mira al coronel. Se muestra gentil. Está claro que sabe tratar a una dama (si se olvida de su broma con el sombrero, claro). Y se pregunta qué pasaría si el coronel supiera sus orígenes. Quizás después, no mucho, el coronel comparta con ella las humildades del pasado.
El mozo llega con la cena. El servicio es excelente. Ni hablar de la comida. Exquisita, servida con elegancia y sencillez. La Duarte (no la Ibarguren, o un poco sí), se siente cómoda aunque es un ambiente extraño aquel. Y no porque no lo conozca. Sus últimos tiempos le han regalado momentos como ese. Es extraño porque los invitados que tiene alrededor, que no son artistas, que no quieren serlo, tienen poder. Sí, es eso. Dos de ellos lo tienen, no la mujer que se llama Rita o Isabel. Y a ella, a la Duarte, le atrae el poder. No le molesta admitirlo. Será por eso que compró dos años atrás el departamento de la calle Posadas, con un cierto dejo de revancha luego de vivir en casas prestadas y pensiones. Acaso por eso está allí cenando con esa gente. Pero sabe también que el departamento de la calle Posadas lo adquirió con su trabajo. Y ese poder, la Duarte lo intuye, le gustaría tenerlo para ayudar a otros. Con suerte el coronel sigue así de galante, no le hace otra broma con el sombrero y en el futuro se podría hacer algo. “Si hubiese más justicia” reflexiona la Duarte mientras termina su plato. Pero qué justicia si se vino lo de San Juan, flor de terremoto se vino. Y ella en medio de ese lujo, si hasta le da algo de culpa. Por suerte el evento de beneficencia en el Luna Park del cual fue partícipe recaudó bastantes fondos. Y por esas cosas del destino que vino a buscar, le presentaron allí al coronel. A ese que tiene al lado y ahora se ríe otra vez porque alguien, ¿Mercante? le hace otra broma con el sombrero. Y dale con el sombrero. Está claro que ellos no saben de moda ni entienden a una artista. No le gusta la risa del coronel. Bueno, en realidad sí le gusta. Es una risa campechana, amable, que da confianza. Lo que no le gusta es el motivo de la risa, que ya no sabe si es provocada por su sombrero o por ella. ¡Ay! Había sido tan amable hasta ese momento el coronel. La primera broma vaya y pase, se dice la Duarte, pero las que siguieron... No habrá ninguna más, se promete. En su cara se nota aquella íntima decisión, porque los otros, al verla, dejan de reírse y cambian de tema como si nada hubiese ocurrido.
Ahora llega el mozo con los postres. Su humor también se endulza. Si la viesen los de Junín, aquellos que la marginaron, aquellos que la quisieron. La noche en La Cabaña se diluye con las horas y el vino de los vasos. Sonríe. Y hasta piensa que a pesar de las bromas no le cae mal la gente con la que comparte la cena. Qué bueno que al final no se levantó de la mesa, piensa la Duarte. Estuvo a punto de hacerlo. El destino que, junto a sus descamisados queridos, la llamaría Evita, sigue en pie. Pero… una nueva broma cae sobre la mesa (o sobre el sombrero). Ofendida, ahora sí Eva se levanta con ánimo de retirarse. El coronel la toma del brazo con mano desesperada. Ella no debe irse, quizás él lo sepa porque le parece absurda la situación o, lo que es más probable, lo intuya porque en algún lugar de sí, respira un destino inminente, compartido. Pero el orgullo de la mujer es grande, sólido como esa cadena de sueños que, uno a uno, fue haciendo realidad. Eva sale entonces con paso firme por la puerta de La Cabaña. Hacia otras calles y hacia otro tiempo. Y es así que a partir de esa noche, de ese umbral, todo se distorsiona, se enrarece, se vuelve maleable y es vértigo y calma y hondura. Así, en unos pocos años, ella logra el triunfo definitivo en su carrera de actriz. Bajo el nuevo gobierno de la Unión Democrática de Tamborini, Eva Duarte llega incluso a ser primerísima figura en el mercado mexicano. Pronto se casa con un europeo (¿suizo, holandés?), y se instala junto a su marido en la región del Languedoc, al sur de Francia. Más tarde, el matrimonio tiene dos hijos y uno de ellos cumplirá una secreta venganza: será el juez que tres décadas después enviará a la cárcel al coronel que pretendía hacerse de la presidencia en 1946 y que molestaba a su madre con chistes de poca monta (una causa inventada a modo de reparación a la honra de la prestigiosa actriz). De Mercado y la mujer que se llama Rita o Isabel, nada que destacar. Se sabe que no todos escriben la historia. Y en La Cabaña se conserva aquella mismísima mesa desde la cual, cuenta la leyenda, Eva Duarte eligió otra vez hacerse dueña de su destino. Un sombrero más que llamativo, donación de la actriz, paga con creces la curiosidad de los turistas. 

Gustavo Di Pace

viernes, 24 de julio de 2020

Queen, los alquimistas del rock , Gustavo Di Pace


 Concebir el hecho artístico como búsqueda y llevarla al extremo es siempre una apuesta arriesgada. El camino es arduo, es formador de identidad y es también descubrimiento. Queen lo hizo. A lo largo de su carrera, trabajaron la materia en el caldero, disco a disco, show a show, para encontrar esa música que los justifique y los redima. En el transcurso, su quehacer los transformó en mito.

El nombre “Queen” remite a la realeza, es contundente, universal, tiene un efecto inmediato y es espléndido, argumentó el mismísimo Freddie Mercury a sus compañeros ni bien entró a la banda y lo propuso. Pero no sólo eso, con el tiempo, este nombre se transformó en sinónimo de “arte en combustión”. Aquellas melodías, armonías y ritmos, son tajo y son celebración. Ya en sus dos primeros discos (Queen I y Queen II), se evidencia la intención de fusionar rock con progresivo, y destaca el don de creación. Esto hace a los cuatro de Londres descaradamente versátiles, camaleónicos, dioses de varias caras que, a su vez, son un mismo dios.

Sheer Heart Attack sería el disco bisagra en el historial del grupo, con su variedad de estilos, recursos y un trabajo de voces francamente deslumbrante que será sello y emblema. Faltaba muy poco para cruzar el puente que los llevara a la eternidad de A night at the Opera, con su memorable “Bohemian Rapsody”.

Así, en el caldero de Queen mutan, hierven y se transforman el music hall, hipnóticos giros orientales, el jazz estilo ragtime, diversos tintes operísticos, secciones a capella, el funky, el rockabilly, estribillos cantados en japonés, el góspel estadounidense y hasta el flamenco. Un aleph musical que re-significará el orbe de los pentagramas. Cada canción es una gema, es lúdica transmutación de la materia en oro. La arquitectura maestra y siempre distinta es rúbrica del grupo (sugiero hacer un popurrí de cada disco escuchando los inicios de cada tema, es realmente una experiencia asombrosa y feliz).

A lo largo de su obra, el lirismo y las texturas majestuosas de “White Queen”, baladas en piano como “Lily Of The Valley” o “You Take My Breath Away”, alternan con temas como “Brighton Rock”, que destruye el formato canción y llega a territorios inimaginables en el apoteósico solo de Brian May y su Red Special (armada junto a su padre con parte de una mesa, una chimenea antigua, un trozo de acero y un par de resortes de bicicleta). Y por si fuera poco, hay tiempo para lo intertextual, letras que remiten a Oberón y Titania, personajes de Sueño de una Noche de Verano, de Shakespeare, en “The Fairy Feller's Master-Stroke” y los clásicos Frankestein y Peter Pan en “Bycicle Race”, entre otros.

En efecto, los cuatro alquimistas seguirán durante su discografía, por lo menos, la de los años setenta, en la búsqueda de la “Piedra Musical”.

Qué decir entonces de “You are my best friend”, “Killer Queen”, “Good Old-Fashioned Lover Boy”, donde incluyen una canción de cuna. Qué decir del minimalismo de “Flash Gordon”, el tema principal que fue banda de sonido de la película homónima. Qué decir de los “grandes e inoxidables éxitos-himnos” que todos conocemos. Sin dudas, estamos ante una obra de gran amplitud y solidez, protagonizada por la voz infinita de Freddie Mercury, el bajo crucial de John Deacon, la destreza en los parches y “los agudos” de Roger Taylor y la iluminadora guitarra de Brian May, con sus armonizaciones únicas, en este teatro que es la vida.

¿Habrán logrado su propósito los alquimistas, con el sudor de su esfuerzo, humedeciendo los días medievales? ¿Habrá abierto la naturaleza el portal de sus secretos a estos fervorosos hombres? ¿Qué hay de la purificación de sus almas, cansadas y nobles?

Cierro los ojos y me digo que no hay respuestas últimas, la búsqueda del Misterio siempre será, en sus múltiples formas, lo que es. Acaso el arte.

“Esto es música y amor por todas partes”, canta Freddie en “The Millionaire Waltz” del disco The day at the Races.

Ahora abro los ojos y sonrío, y no puedo evitar la emoción. “Tienen razón, muchachos, varias generaciones confirman que esto es música y amor por todas partes. Y ustedes lo hacen posible”.

Gustavo Di Pace

Felis silvestris catus, Gustavo Di Pace





Comúnmente llamado “gato”, aquel descendiente de Bastet sigue generándonos, desde su estampa y su actuar, un cúmulo de sentimientos y preguntas. Por ejemplo: ¿Cuál es el vínculo que une a los escritores con los gatos? El misterio es salud, nos dice Chesterton. Por lo tanto, las líneas que siguen no explican ni argumentan el quid de la cuestión, son apenas una humilde celebración de este vínculo. Me gusta pensar en los libros de Osvaldo Soriano escribiéndose mientras un felino ronda su escritorio. Adoro imaginar a los duros de Hemingway y Bukowski teclear sus Underwood con un maullido o ronroneo cómplices. Me maravillo ante los mininos testigos de las frondosas imaginaciones de Ray Bradbury y Philip Dick. Ahí están las fotos de Jean Paul Sartre abrazando a su amigo peludo, ahí Hermann Hesse alza feliz al suyo o Truman Capote mira orgulloso a la cámara con el propio. Y ahí están Cortázar, Kerouac, Borges, Highsmith, Chandler, María Elena Walsh y tantos otros con sus adorados amigos de cuatro patas.
En mis recuerdos más remotos también hay gatos, muchísimos gatos. En mi casa de Wilde hay uno naranja que firuleteó su cola durante mi infancia y se llamaba Mausi. Cuando mi viejo murió en un accidente automovilístico (aún recuerdo la última vez que lo vi, la noche anterior, con su piyama celeste) Michi, mi gato atigrado gris, vino a dormir a mi cama durante muchas noches (las muchas en las que no supe de mi viejo porque me ocultaron lo sucedido). Cuando me venía a buscar el micro del colegio, todas las mañanas a las siete y diez, Chiquitita, una tricolor muy glotona, venía a frotarse a mis piernas. Después ella dio a luz a cinco gatitos, mi vieja le armó un refugio en el habitáculo para los tubos de gas y yo los miraba, cada día, con asombro y devoción. Cuando escuchaba mis discos de Deep Purple y Led Zeppelin, Pelito, mi gato negro y eterno, estaba conmigo. Siempre que abría un libro, venía un gato a acompañarme, siempre que terminaba de ensayar con la banda, se inmiscuía alguno entre la batería, las guitarras o los amplificadores. Décadas más tarde, cuando estrené mi paternidad, Sofía, una siamesa de ojos muy azules, acompañó fielmente a mi hija en sus años iniciales. Podríamos decir que “gateaban” juntas.
Animal de simbolismo ambivalente, mala suerte en el Japón de ayer, asociado a la serpiente para la Cábala y el budismo, deidad para el hombre de las pirámides y de fama precaria en el Medioevo, el gato continúa alimentando el numen de los escritores y construye, día a día, su propio mito.
Ellos, los gatos, seres sensuales, armoniosos, poseedores del don, pequeños dioses.
Concuerdo con la arbitraria y amorosa idea de Albert Schweitzer, el teólogo, filósofo y humanista alemán cuando dice: “Hay dos medios de huir de las desdichas de la vida: la música y los gatos”. Me permito agregar un tercer medio, también arbitrario y amoroso: la literatura.
En la foto, y fuera de ella, en estos días de encierro e incertidumbre, me acompaña Heidi, una carey que, es justo decirlo, de Heidi no tiene nada.
¡Salud por nuestros amigos felinos!

Gustavo Di Pace

domingo, 12 de julio de 2020

El Grito Primitivo de Black Sabbath, Gustavo Di Pace





Las obras surgen en un contexto cultural preciso. Ellas son testimonio y símbolo de su época. A su vez, con el paso de los años, mientras algunas pierden brillo, otras parecen avivar su fuego. ¿Quién o qué es lo que atiza la llama? Probablemente el tiempo, pero también algo llamado “autenticidad”. Una aptitud que, por supuesto, siempre es deudora de algo y/o de alguien. Black Sabbath es claro ejemplo. Aquel fragmento de Borges que dice “Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmund Teste”, de Pierre Menard autor del Quijote, confirma esta idea. Así, el cine de terror, el ocultismo, el blues y el rock, entre otros, “engendraron” esa música densa y tenebrosa de Ozzy Osbourne, Tony Iommi, Geezer Butler y Bill Ward.
Se sabe que el característico sonido de la banda se debe acaso al accidente que tuvo el guitarrista a los diecisiete años, cuando en su trabajo como operario en una fábrica, una guillotina de metal le cercenó dos dedos de la mano derecha.  “No podía tocar los acordes de manera convencional, así que tuve que idearme algo diferente para generar un sonido más fuerte", explica Tony Iommi. Este hecho azaroso fue un hecho capital para que germine “lo nuevo”. Aquella idea de Hölderlin “donde está el peligro crece lo que salva” toma real dimensión en la historia de los cuatro de Birmingham.
         Así, si a los riffs hipnóticos de Iommi, el afinado en una tonalidad más baja y el uso del tritono o intervalo del diablo, se le suman el machacante bajo de Butler, la inimitable voz de Ozzy cantando la melodía de la guitarra y la poderosa batería de Ward, el resultado es sin dudas un combo explosivo.
Frente al flower power y el hippismo, Black Sabbath propone cruces invertidas y letras de tono sobrenatural y simbología ocultista: Una gran sombra negra con ojos de fuego, revelando a la gente sus deseos / Satanás está ahí sentado, sonriendo / Mirando cómo las llamas se elevan más y más”, y eleva también su voz contra la guerra y los políticos de turno (War pigs), la alienación (Paraonoid) e, incluso, coquetea con la ciencia ficción (Iron Man y Planet Caravan).
El sonido rústico que parece mitificar el hecho estético como sucede con las viejas fotografías (a propósito ¿cómo olvidar el arte de tapa del primer álbum?), queda inmortalizado en discos de enorme ruptura como Black Sabbath, Paranoid, Master of Reality y Volumen 4. La originalidad de las composiciones (varios temas son rapsodias contemporáneas, no es casualidad que Iommi haya trabajado con Rick Wakeman y el primer Jethro Tull), y la inusitada intensidad del grupo, firman el acta de defunción de otras corrientes artísticas de su tiempo. Y no sólo eso, funda también junto a Sabbath Bloody Sabbath, Sabotage y los álbumes con Ronnie James Dio, el género que hoy se da en llamar “heavy metal”. Sin dudas, fue un sumergirse en la incertidumbre del agua abisal, un salto al vacío como lo es todo hecho artístico. Es cierto que álbumes como Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band de Los Beatles, entre otros, también lo fueron. Pero cada salto, cada sumergirse, es único e irrepetible, nace y muere en el hombre mismo (en la banda misma).
Hasta aquí los datos biográficos y de obra que más o menos conocemos: la música perturbadora y revolucionaria, las noches de alcohol y drogas, el éxito casi inmediato, los recitales con poca iluminación, las constantes sospechas de satanismo.
Sin embargo, hay algo subterráneo, inquietante. Late profundo al escuchar su música y excede lo racional. No se sale indemne después de escuchar a Black Sabbath. ¿Cómo llamarlo? Me parece que aquello tan difícil de definir puede vincularse con el concepto de “esencia”. La música de los ingleses es profunda, sus atmósferas lovecraftianas despiertan algo interior que estaba dormido. De algún modo es una plegaria, una invocación, un llamado a lo primordial. ¿Se lo propusieron los originarios de Aston? Quién sabe. Como sea, en su música se esculpe un enigma, un “Secreto” que se vislumbra a la par del aquelarre de sonidos y climas que constituye su obra. Black Sabbath entiende el arte como una evocación del Grito Primitivo, aquel que dimos al nacer y nos hace ser los que somos. En cada súplica o aullido de Ozzy: Oh, no, no. Por favor, Dios, ayúdame”, en los solos de emoción oscura e inquietante de Iommi, en el bajo de Butler, maestro y pionero en el uso de pedales de efecto en las cuatro cuerdas, en los imaginativos parches de Ward con sus influencias jazzeras, su velocidad y su groove, se cifra, me parece, una música que evoca y homenajea aquel grito potente y primero.  Este es mi agradecimiento, ésta, mi oración.

      Grito primitivo
      manifiéstate en la música
      que la fuerza del origen
      dé vida a cada sonido
      que se respire ese primer aliento
      y las notas trasciendan la partitura
      que tu resonancia 
      temblorosa a veces
      indómita a veces
     sea

Gustavo Di Pace