miércoles, 22 de mayo de 2019

La bacinilla, Gustavo Di Pace


 

 

 LA BACINILLA


De El chico del ataúd, Alción Editora, Córdoba, 2014


                                                                                                          Una América toda
                                                                                                                      asilo 
  de los dioses 
                                                                                                                    todos,
                                                                                                                      con
                                                                                                            lengua, tierra y
                                                                                                                      ríos
                                                                                                           libres para todos.

                                                               del epitafio de Domingo Faustino Sarmiento

El Hotel Cancha Sociedad se ha llenado de gente, y el aroma de los caldos artísticos del chef se cuela en las narices, hace olvidar el calor sofocante. Allí están los guaraníes mansos que soportaron sus pensamientos y, por último, su gratitud. La inminencia de la muerte los ha unido. A ellos y a él: el viejo, el loco. En medio de la muchedumbre, un fotógrafo lamenta su última fotografía. La del difunto. Es ya anécdota que la cama de hierro no era digna de eternidad. Por esta razón, la última foto se hizo con el sillón de lectura que, con esmero, el ex presidente argentino acondicionó para su venida al Paraguay.
El fotógrafo está nervioso. La placa de vidrio le pesa, pero no se atrevió a dejarla en la habitación. Ya volverá por el resto de sus cosas cuando el bullicio se calme. Entre tanto, se pierde entre las habladurías de la plebe. En muy pocos hay dolor. Luego, el fotógrafo, que se llama Manuel San Martín, trata de salir del hotel. Se hace paso entre curiosos de varias latitudes y recuerda las cartas que la hija del muerto le ha mostrado. Cartas a los amigos Adolfo Saldías y José Posse. Cartas muy distintas a las que en su momento, el viejo le había dirigido a Mitre. Recuerda en especial una:

“Aquí he encontrado unos preciosos pajaritos bolivianos que cantan admirablemente, visten de caña y negro y duermen en cama tendida, que exigen limpia, y se tapan con la cubierta, bien tapados de manera que no se les ve sino la cabeza”.

Y sigue recordando, él, Manuel San Martín, el fotógrafo que… ¿cómo pudo olvidarlo? Sí, era bromista el viejo. Mejor evocar sus chanzas. Ya en las afueras del Cancha Sociedad, sentado a la sombra de un naranjo, con el murmullo lejano teloneado por el canto de los pajaritos, el recuerdo le trae al fotógrafo otra imagen. Menos digna que aquella que la posteridad podrá conocer. Lo sabe y le duele, claro. En ella se ve a él mismo que ayuda, que hace fuerza para trasladar el cuerpo del viejo al sillón. Y hacen fuerza todos en la memoria. Ahí están García Merou, José Antonio Jurado, Sabino Morra y Narciso Acuña García. Y Juan, claro, el sirviente vascuense, que no para de llorar, pobrecito. También vuelve el sacerdote francés. El opaco ministro que el viejo no pidió cuando se le venía la muerte. Pero el viejo ya no sabrá que alguno de los suyos —¿quién habrá sido?— le desobedeció el deseo. Él quería una muerte digna.
¿Pero qué dignidad? se pregunta en tono de maldición Manuel San Martín. Hace horas que la muerte trajo otra cosa. Bajo ese naranjo, le pesa hasta el apellido, demasiado importante. Hasta el canto de los pajaritos ahí arriba en el cielo paraguayo le pesa. El gentío pasa, lo mira, pronto constatará su error. Tanto estudio y trabajo, tanto ojo adiestrado para que, después de esperar que aclarase para tener más luz y tomar la foto, se olvide de quitar la bacinilla.
Sí, la muerte trajo otra cosa y no es dignidad. Cuando el proceso de revelado se termine será aún peor. ¿Qué será de su carrera? ¿Y de sus pretensiones con María Luisa, la nieta del muerto?
El murmullo crece con el pasar de los minutos. Los pajaritos deberían cantar más fuerte. Y él debería buscar otro naranjo, más lejos, virgen de ciudad. Piensa en tirar la placa de vidrio. Su maldestino podría astillarse en la tierra seca, y a otra cosa, para que nadie vea la bacinilla, en el extremo izquierdo, al lado del cadáver. Pero algo lo impide. No sabe bien qué es. Sólo sabe que es mejor volver por sus cosas. Manuel San Martín regresa al hotel y escucha de nuevo la inmensa unión de voces. Porque el Cancha Sociedad está más lleno que antes. Y los pajaritos entonados son tal vez los mismos que el viejo describía en su carta.
Algunos comentarios giran en torno al embalsamamiento del hombre: “Aquel cuerpo de pecho un tanto hundido, el mentón prominente, el labio inferior grueso que parecía volcarse con desprecio o con soberbia, los ojos oscuros, vivísimos, encendidos a pesar de la senectud”, como lo describió alguna vez Carlos Ibarguren.
Y él, Manuel San Martín, en una sucesión insoportable de imágenes recientes, vuelve a verla a ella, a María Luisa, velando al abuelo con esa altura de sentimientos, mientras constata que ha llegado la luz suficiente. Mientras ya sabe que no solo el embalsamado tolerará el paso del tiempo.
Atrás, en algún lugar del mito que nace, quedarán la Filosofía sintética de Spencer, los viajes en bote por el río Paraguay hasta la boca del Pilcomayo, el nutrido fuego a los caimanes tendidos en las playas cenagosas, las interminables siestas, los pupitres donados, la casa isotérmica, la estampa japonesa, Aurelia Vélez, el barril de vino de San Juan y la presidencia de los argentinos.
Ahora, sólo quedará esa foto, la que él, Manuel San Martín, con el aval de los deudos, tomó unas horas antes de que llegue la multitud. Y con esa foto y ese olvido, dividirá otra vez las aguas. Volverán el amor, el odio, la sospecha. Porque los taleros con que se castiga a los niños y se cuelgan detrás de las puertas no son fotografiados. Ni las bacinillas.
Manuel San Martín ha violado el código. Él, que pretendía a María Luisa, legará al futuro la humanidad que nadie quiere mostrar. Qué dignidad, eso tiene que ver con la vida de algunos, no con la muerte, la exasperante demócrata. Si tuviera el coraje cobarde de dejar caer la placa de vidrio... Simular un accidente... ahí, en medio de la muchedumbre. Pero resuelve que es inútil, no quiere sumar otro error.
La bacinilla no debió estar allí, mucho menos en la placa de vidrio, se dice Manuel San Martín.
Quizás, él tampoco.

                                                                                                        © Gustavo Di Pace

viernes, 10 de mayo de 2019

Un lugar limpio y bien iluminado, Ernest Hemingway








Era tarde y todos habían salido del café con excepción de un anciano que estaba sentado a la sombra que hacían las hojas del árbol, iluminado por la luz eléctrica. De día la calle estaba polvorienta, pero por la noche el rocío asentaba el polvo y al viejo le gustaba sentarse allí, tarde, porque aunque era sordo y por la noche reinaba la quietud, él notaba la diferencia. Los dos camareros del café notaban que el anciano estaba un poco ebrio; aunque era un buen cliente sabían que si tomaba demasiado se iría sin pagar, de modo que lo vigilaban.
-La semana pasada trató de suicidarse -dijo uno de ellos.
-¿Por qué?
-Estaba desesperado.
-¿Por qué?
-Por nada.
-¿Cómo sabes que era por nada?
-Porque tiene muchísimo dinero.
Estaban sentados uno al lado del otro en una mesa próxima a la pared, cerca de la puerta del café, y miraban hacia la terraza donde las mesas estaban vacías, excepto la del viejo sentado a la sombra de las hojas, que el viento movía ligeramente. Una muchacha y un soldado pasaron por la calle. La luz del farol brilló sobre el número de cobre que llevaba el hombre en el cuello de la chaqueta. La muchacha iba descubierta y caminaba apresuradamente a su lado.
-Los guardias civiles lo recogerán -dijo uno de los camareros.
-¿Y qué importa si consigue lo que busca?
-Sería mejor que se fuera ahora. Los guardias han pasado hace cinco minutos y volverán.
El viejo sentado a la sombra golpeó su platillo con el vaso. El camarero joven se le acercó.
-¿Qué desea?
El viejo lo miró.
-Otro coñac -dijo.
-Se emborrachará usted -dijo el camarero. El viejo lo miró. El camarero se fue.
-Se quedará toda la noche -dijo a su colega-. Tengo sueño y nunca puedo irme a la cama antes de las tres de la mañana. Debería haberse suicidado la semana pasada.
El camarero tomó la botella de coñac y otro platillo del mostrador que se hallaba en la parte interior del café y se encaminó a la mesa del viejo. Puso el platillo sobre la mesa y llenó la copa de coñac.
-Debía haberse suicidado usted la semana pasada -dijo al viejo sordo. El anciano hizo un movimiento con el dedo.
-Un poco más -murmuró.
El camarero terminó de llenar la copa hasta que el coñac desbordó y se deslizó por el pie de la copa hasta llegar al primer platillo.
-Gracias -dijo el viejo.
El camarero volvió con la botella al interior del café y se sentó nuevamente a la mesa con su colega.
-Ya está borracho -dijo.
-Se emborracha todas las noches.
-¿Por qué quería suicidarse?
-¿Cómo puedo saberlo?
-¿Cómo lo hizo?
-Se colgó de una cuerda.
-¿Quién lo bajó?
-Su sobrina.
-¿Por qué lo hizo?
-Por temor de que se condenara su alma.
-¿Cuánto dinero tiene?
-Muchísimo.
-Debe tener ochenta años.
-Sí, yo también diría que tiene ochenta.
-Me gustaría que se fuera a su casa. Nunca puedo acostarme antes de las tres. ¿Qué hora es esa para irse a la cama?
-Se queda porque le gusta.
-Él está solo. Yo no. Tengo una mujer que me espera en la cama.
-Él también tuvo una mujer.
-Ahora una mujer no le serviría de nada.
-No puedes asegurarlo. Podría estar mejor si tuviera una mujer.
-Su sobrina lo cuida.
-Lo sé. Dijiste que le había cortado la soga.
-No me gustaría ser tan viejo. Un viejo es una cosa asquerosa.
-No siempre. Este hombre es limpio. Bebe sin derramarse el líquido encima. Aun ahora que está borracho, míralo.
-No quiero mirarlo. Quisiera que se fuera a su casa. No tiene ninguna consideración con los que trabajan.
El viejo miró desde su copa hacia la calle y luego a los camareros.
-Otro coñac -dijo, señalando su copa. Se le acercó el camarero que tenía prisa por irse.
-¡Terminó! -dijo, hablando con esa omisión de la sintaxis que la gente estúpida emplea al hablar con los beodos o los extranjeros-. No más esta noche. Cerramos.
-Otro -dijo el viejo.
-¡No! ¡Terminó! -limpió el borde de la mesa con su servilleta y movió la cabeza de lado a lado.
El viejo se puso de pie, contó lentamente los platillos, sacó del bolsillo un monedero de cuero y pagó las bebidas, dejando media peseta de propina.
El camarero lo miraba mientras salía a la calle. El viejo caminaba un poco tambaleante, aunque con dignidad.
-¿Por qué no lo dejaste que se quedara a beber? -preguntó el camarero que no tenía prisa. Estaban bajando las puertas metálicas-. Todavía no son las dos y media.
-Quiero irme a casa.
-¿Qué significa una hora?
-Mucho más para mí que para él.
-Una hora no tiene importancia.
-Hablas como un viejo. Bien puede comprar una botella y bebérsela en su casa.
-No es lo mismo.
-No; no lo es -admitió el camarero que tenía esposa-. No quería ser injusto. Sólo tenía prisa.
-¿Y tú? ¿No tienes miedo de llegar a tu casa antes de la hora de costumbre?
-¿Estás tratando de insultarme?
-No, hombre, sólo quería hacerte una broma.
-No -el camarero que tenía prisa se irguió después de haber asegurado la puerta metálica-. Tengo confianza. Soy todo confianza.
-Tienes juventud, confianza y un trabajo -dijo el camarero de más edad-. Lo tienes todo.
-¿Y a ti, qué te falta?
-Todo; menos el trabajo.
-Tienes todo lo que tengo yo.
-No. Nunca he tenido confianza y ya no soy joven.
-Vamos. Deja de decir tonterías y cierra.
-Soy de aquellos a quienes les gusta quedarse hasta tarde en el café -dijo el camarero de más edad-, con todos aquellos que no desean irse a la cama; con todos los que necesitan luz por la noche.
-Yo quiero irme a casa y a la cama.
-Somos muy diferentes -dijo el camarero de más edad. Se estaba vistiendo para irse a su casa-. No es sólo una cuestión de juventud y confianza, aunque esas cosas son muy hermosas. Todas las noches me resisto a cerrar porque puede haber alguien que necesite el café.
Hombre! Hay bodegas abiertas toda la noche.
-No entiendes. Este es un café limpio y agradable. Está bien iluminado. La luz es muy buena y también, ahora, las hojas hacen sombra.
-Buenas noches -dijo el camarero más joven.
-Buenas noches -dijo el otro. Continuó la conversación consigo mismo mientras apagaba las luces. Es la luz, por supuesto, pero es necesario que el lugar esté limpio y sea agradable. No quieres música. Definitivamente no quieres música. Tampoco puedes estar frente a una barra con dignidad aunque eso sea todo lo que proveemos a estas horas. ¿Qué temía? No era temor, no era miedo. Era una nada que conocía demasiado bien. Era una completa nada y un hombre también era nada. Era sólo eso y todo lo que se necesitaba era luz y una cierta limpieza y orden. Algunos vivieron en eso y nunca lo sintieron pero él sabía que todo eso era nada y pues nada y nada y pues nada. Nada nuestra que estás en nada, nada sea tu nombre nada tu reino nada tu voluntad así en nada como en nada. Danos este nada nuestro pan de cada nada y nada nuestros nada como también nosotros nada a nuestros nada y no nos nada en la nada mas líbranos de nada; pues nada. Ave nada llena de nada, nada está contigo. Sonrió y estaba frente a una barra con una cafetera a presión brillante.
-¿Qué le sirvo?- preguntó el cantinero.
Nada.
Otro loco más -dijo el cantinero y le dio la espalda.
-Una copita -dijo el camarero.
El cantinero se la sirvió.
-La luz es bien brillante y agradable pero la barra está opaca -dijo el camarero.
El cantinero lo miró fijamente pero no respondió. Era demasiado tarde para comenzar una conversación.
-¿Quiere otra copita? -preguntó el cantinero.
-No, gracias -dijo el camarero, y salió. Le disgustaban los bares y las bodegas. Un café limpio, bien iluminado, era algo muy distinto. Ahora, sin pensar más, volvería a su cuarto. Yacería en la cama y, finalmente, con la luz del día, se dormiría. Después de todo, se dijo, probablemente sólo sea insomnio. Muchos deben sufrir de lo mismo.