Unos delfines como los de esta estampilla sirven de marco
histórico a aquel cuento de El chico del ataúd, publicado por Alción
Editora en 2014. Una revolución de mayo distinta, y que adoré escribir.
Los invito a conocerla, y que la literatura sea.
Delfines del Plata,
El chico del ataúd, Alción Editora, 2014
¿En qué realidad vive ese hombre? se pregunta don Mariano Santa Coloma,
al regresar por la calle Arce hasta su casa. Ese parroquiano con el que
se cruza en la Fonda de los Tres Reyes le habla del intenso color
marrón del río, de delfines que surcan las aguas, de una aldea que
descree de las aptitudes de gobierno del Virrey y sus asesores. Tal vez
no sea extraño, se dice, que esos pensamientos provengan de un hombre
como aquel. Ambos son criollos, pero en el otro fluye sangre mestiza.
Los descendientes de europeos como él, blancos, más puros, no tienen de
qué quejarse. Pero a ellos, a ese parroquiano, el resentimiento los
marca, piensa don Mariano, y vaya a saber si las copas no han
acrecentado su imaginación.
Sin embargo, simpatiza con ese hombre,
que dice llamarse Juan. Lo trata incluso con la amabilidad que ostenta
ante los mercaderes ingleses.
En los encuentros de las últimas dos
semanas —porque son varios los encuentros que tiene con él— Juan le ha
contado muchas cosas. Y él lo deja hablar. Es que algunos mestizos dicen
cosas interesantes. A medida que el vino entra en los cuerpos, la
confianza sale por la boca y se convierte en palabras; es por eso que
los mundos comienzan a cruzarse. El del parroquiano sorprende a don
Mariano, se cuela en su escepticismo y lo desafía, a la par del ruido y
las risas de los otros, abundado el lugar de españoles, criollos y, de
vez en cuando, algún indio, que el bienintencionado del dueño deja
entrar. El ámbito lo ayuda a disfrutar esa música distinta, aunque a
veces el mundo de Juan no es afable, máxime cuando habla de los
carnavales o del fandango, ese baile de otros tiempos. Por suerte,
dichas costumbres herejes han sido abolidas, piensa don Mariano. Al
despedirse del parroquiano, le asoma por dentro una tímida angustia.
Santa Coloma envidia el entusiasmo, la alegría de ese hombre. Es verdad
que muchas veces, en la Fonda de los Tres Reyes, la gente es propensa a
la felicidad. Pero la felicidad del nuevo amigo es una felicidad
distinta. A ese hombre el trabajo o la vida cotidiana no lo han
abrumado, como le pasa a él que, con suerte, se permite disfrutar de la
familia. La vida de Santa Coloma fluye sin mayores inconvenientes, o así
lo hizo hasta que conoció a Juan y sus historias. Don Mariano comprueba
que las necesita, que le hacen bien. La Fonda de los Tres Reyes acuna
estas historias, la de los indios que pueden entrar, la de los criollos y
los españoles. Las cuida y las alimenta. Pero no todo es camaradería
entre Santa Coloma y el otro, porque al encuentro siguiente algo amenaza
con romperse. Es que Juan, con la segunda copa en la mano, confiesa lo
de las reuniones en la jabonería, y que no son pocos los asistentes. Es
más, dice que hay abogados, comerciantes incipientes, un fraile. Don
Mariano no puede creerlo. ¿Quién es ese hombre que se anima a referir
tales confabulaciones? ¿De dónde vino? Lo vuelve a escrutar: estatura
media, piel oscura, ojos negros. Nota, además, que la boca del hombre no
es grande, aunque está claro que su indiscreción sí. ¡Ni sus esclavos
son tan distraídos como para andar contando tamaños secretos!
Santa
Coloma pasa el día nervioso; sabe que si esas reuniones existen,
incidirán en el comercio y en la calma de la aldea. Durante varios días
hace preguntas a colegas y vecinos y a los esclavos también. Pero los
colegas, los vecinos y los esclavos lo miran desconcertados. El reino de
Fernando VII sigue en pie, le dicen. ¿En qué mundo vivimos? le pregunta
a otro comerciante. Para contrarrestar de algún modo tales infidencias,
Santa Coloma visita al día siguiente el río y su amanecer. Quiere
quedarse con esa imagen que recuerda por las noches: frente al inmenso
marrón, Santa Coloma curiosea la superficie con todas sus fuerzas;
quiere ver los delfines de los que habla Juan. Quiere asomarse a esa
realidad que le pinta mientras beben e intercambian el relato de sus
vidas. Si una copa de vino ayudase, iría por ella, pero… don Mariano se
queda ahí, con la brisa acariciándole la cara, viniendo de tan lejos
para encontrarse con él. Ve a las mujeres caminar hacia el río, con las
canastas enormes llenas de ropa; y el tiempo pasa, se estira, lo abruma,
se le pega a las extremidades, y ningún delfín aparece.
Otra
jornada, Santa Coloma se entera de la llegada de un barco: traen más
negros. Y ellos, por desgracia, traen sus ritos. Prohibírselos sería
peor, motivo por el cual el Virrey, en su infinita generosidad, permite
aquellos bailes en los extramuros, esos lupanares donde la
concupiscencia se hace carne en cada movimiento. Don Mariano se resigna,
y aunque alguna noche tratará de que el sueño le permita hacer oídos
sordos a esas manifestaciones, concluye que esa es la aldea en la cual
vive y no quiere que cambie.
Luego de asistir a la llegada de aquel
barco, Santa Coloma camina por La Recova y se encuentra con Juan.
Tantos encuentros parecen premeditados o sujetos a un plan superior. El
otro lo saluda contento, casi eufórico. Don Mariano agradece la emoción y
escucha al parroquiano, que cuenta sobre la llegada de los paraguas
ingleses, que algunos ricos, ese mediodía y con el sol alto, los
lucieron como trofeos. Santa Coloma se extraña ante tales descripciones.
¿Paraguas ingleses? ¿De qué habla ese hombre? Estas palabras nuevas
rondarán su cabeza durante la noche, y el sueño les moldeará formas
diversas.
Después hablan de caballos, de guisos, de tabacos. Y
discurren temas nuevos: don Mariano cuenta de su esposa y sus hijos;
Juan, de su soledad. “Sería un honor para mí conocer a su familia”, se
sincera el otro. Y don Mariano reflexiona que sería grato ir juntos a
una función de teatro en el Coliseo Provisional.
Quizá las
reuniones en la jabonería tengan un afán de justicia, porque se
refieren, según cuenta Juan, a las contradicciones españolas, que hablan
de moral y buenas costumbres para luego descubrirse que los
funcionarios se acuestan con las esclavas. ¡Con las madres, con las
hijas! Es verdad que Santa Coloma se enorgullece de sus raíces, pero es
verdad también que no se ufana de tamañas ofensas. Pero lo que lo hace
estar cerca del parroquiano es la historia de los delfines. Presiente
que es la que conecta realmente sus mundos. Lo sabe con la fuerza de
aquella pequeña intimidad construida con el correr de las copas y las
vidas contadas.
Esa noche, Santa Coloma no escucha los ritos de los
negros recién llegados. La noche lo sorprende con una visión más
agradable porque sueña que ve a los delfines en el inmenso marrón; y el
parroquiano, que está a su lado, festeja como un chico. Santa Coloma
agradece, maravillado, porque su mundo se hace amigo del mundo del otro;
porque la realidad, por una vez, lo asombra.
No obstante, la
felicidad se esfuma con el correr de los días cuando Juan le cuenta
sobre los barcos cargados de esclavos y mercaderías del viejo mundo. En
dicha ocasión, el parroquiano relata que el Virrey los ha encallado,
para que no llegasen los diarios ingleses y Trinidad no se enterase de
lo sucedido en España.
Y de nuevo el desconcierto, no para Juan, sí
para Santa Coloma. Por si fuera poco, el encuentro termina con un
agravio a su buen nombre, porque al despedirse el otro afirma: “Soy
parte de la chusma, un chispero, como dicen por ahí, pero quiero lo
mejor para la aldea y esto incomoda a ciertas familias acaudaladas”.
“¿Lo dice por mí?”, se pregunta don Mariano. ¿O será efecto de la caña,
que fluye como el vino? El día de la confesión, Santa Coloma se
desespera, porque sabe que está entre dos mundos, y le parece dudar a
cuál de los dos pertenece. Conseguirá un ejemplar de un diario inglés y
se enterará ese mismo día que ningún barco ha llegado ni se ha encallado
por orden del Virrey. Concluir que Juan es un fabulador no es muy
desatinado, piensa don Mariano. Si es por la caña o el vino que cuenta
lo que cuenta, no le importa, porque, en definitiva, Santa Coloma adora
esos relatos. Ya no necesita consultar a los esclavos ni a los colegas;
está convencido de la magnitud de aquellas imaginerías.
Ahora
llueve; don Mariano lo comprueba al salir de la Fonda de los Tres Reyes.
Al traspasar el lodazal, ve a algunos jóvenes intelectuales ir al Café
de Marco. No llevan en la mano ese invento del que le habló Juan.
Santa Coloma recuerda la última vez que vio al parroquiano, cuando le
habló de las reuniones en la casa de Rodríguez Peña. ¿Es posible que
haya insurgentes en un clima que, si bien no es el más propicio, respira
un crecimiento incipiente de la aldea y sus instituciones? Aquella
tarde la despedida no es afectuosa. No puede asir su mirada ni las manos
estrechándose, pero está seguro de que la nostalgia del despedirse
habitual no está, ha sido reemplazada por una nueva forma de fe y
lealtad. Antes de volver a su casa, don Mariano monta su caballo y va
hasta la casa del brigadier Quintana. Una fuerza antigua lo impulsa.
Sabe que lo que hace no es algo que desea hacer, pero sabe también que
un buen súbdito de la corona de Fernando VII no puede quedarse de brazos
cruzados ante esas revelaciones. A la par de la lluvia, el aroma del
rocío y de las cosas mojadas, Santa Coloma evoca las palabras del nuevo
amigo, cuando le dijo que sería un honor para él conocer a su familia.
Pero el cielo oscurece apurado, y al fin Santa Coloma llama con el puño
cerrado a la puerta de Quintana. Todavía hoy le duelen los nudillos. En
un segundo vislumbra la esperanza de que no esté, pero Quintana, el
mismísimo brigadier, abre la puerta. El hombre le ofrece entrar y don
Mariano, debido a la insistencia, acepta.
Enseguida, y ante ese modo tan realista de contar de Santa Coloma, la cara del brigadier se transforma en una mueca.
Don Mariano le cuenta sobre las actividades facciosas de gente como
Castelli, Paso, Belgrano, Chiclana y Darregueira. Le cuenta de los
diarios ingleses que transportan los barcos, que informan que algo
importante sucedió en España; le cuenta del color del agua del río, de
sus delfines. Pero Quintana, lleno de asombro, piensa lo que él mismo
piensa del hombre de la Fonda de los Tres Reyes: que es un fabulador o
que bebe demasiado. Agradece la información y esgrime que si tales
encuentros revolucionarios ocurrieran, él mismo ya lo sabría, que no hay
tanta gente en Trinidad como para no enterarse de una confabulación.
“En todo caso, mi estimado amigo, los encuentros revolucionarios son los suyos”, remata Quintana, con suprema ironía.
Don Mariano Santa Coloma vuelve con alivio a casa. Ha cometido una
villanía, pero no surte efecto. Entiende que el brigadier tiene razón.
Hace mucho que su vida transcurre en una línea recta sin mayores
contratiempos que los cotidianos. Hasta el contrabando se ha convertido
en una alternativa amigable.
Los días sucesivos el tiempo mejora,
no hay rastro de lluvia ni de barro. El lunes veintiuno por la mañana,
Santa Coloma encuentra una carta debajo de la puerta. En ella se invita a
un Cabildo Abierto a congregarse al día siguiente. También hay una
cintita blanca y celeste. Sabe que fue Juan el que dejó la carta. Santa
Coloma sale y recorre las calles con especial atención. Siente que sus
pasos vacilan, como si algún remoto misterio de la aldea no quisiera
dejarse descubrir. Allí están los criollos en sus caballos que andan
sobre la tierra seca. Allá están las carretas y los mercaderes ingleses;
más acá, las mujeres con sus canastas; en el medio, algunos milicianos
conducen un grupo de esclavos. De repente, lo ve al sabiecito de Moreno y
después a French, pero no parecen actuar de un modo distinto a otras
veces. Más tarde, se detiene frente a la Plaza de la Victoria, el
Cabildo, el fuerte. Su tiempo es como una ensoñación; Trinidad fue y es
la misma de siempre. Se cruza con Beruti y le pregunta si la gente irá
al Cabildo Abierto, si acaso se sospecha alguna revolución. El otro lo
mira azorado… ¿un Cabildo Abierto, una revolución? pregunta Beruti. La
voz interna de don Mariano Santa Coloma comienza con las preguntas: ¿de
dónde viene Juan? ¿De qué lugar proviene la carta? Piensa en volver a lo
de Quintana, mostrarle aquella invitación, pero… ¿qué podría decirle?
Entonces, llega la angustia, la sensación de que vive en un mundo
insípido, hostil, porque el veintidós no hay ningún Cabildo Abierto, ni
ocurre nada significativo los días siguientes. Tal vez aún pueda
encontrar al parroquiano. Se dirige a la Fonda de los Tres Reyes y busca
a Juan. La vergüenza ha cedido ante la ansiedad de escuchar esas
mentiras. Pide un aguardiente y espera. La charla del criollo, de aires
subversivos, le hace bien. Busca y busca, pide una caña, sigue
esperando. Pero el parroquiano no aparece. Santa Coloma intuye que no
debe sorprenderse por aquella ausencia. Esa carta alude a una despedida,
a una confirmación de aquel mundo distinto. Nace otra distancia o es la
misma, pero ya sin puntos de contacto posibles. El hombre se ha ido, y
la carta y la cintita blanca y celeste son su forma de decir adiós.
Santa Coloma paga los tragos y ya no visita la fonda, se anima a las
tertulias de lo de Marco. Los otros lo observan, saben de su fama
absolutista. Pero él no se inmuta, pide sus copas y bebe solo. Otras
veces, por la mañana, cruza la Plaza de la Victoria, mira de costado el
Cabildo, evita la Fonda de los Tres Reyes y, bordeando la parte lateral
del fuerte, se acerca al río. Algunos milicianos lo observan
indiferentes. Bandadas de gaviotas cortan el firmamento en dos. Don
Mariano entrecierra los ojos para ver si llega algún barco. Observa las
aguas sin visos de ese marrón intenso que describió aquel hombre y, con
la mano a modo de visera, que contrarresta ese sol de mayo, trata de
sorprender algún delfín.
¿En qué realidad vivo yo? ¿Y en cuál vive Juan? se pregunta don Mariano Santa Coloma, otra vez.
Nota: en las aguas del río de la Plata del siglo XIX, abundaban los
avistajes de un delfín de tamaño pequeño color ocre amarronado conocido
como delfín del Plata o Franciscana (Pontoporia blainvilleii). En la
actualidad, sólo puede ser visto desde la bahía San Blas, o en Bahía
Blanca, San Clemente y Las Toninas. Debido a la contaminación y la
pesca, entre otros factores, su población ha disminuido notoriamente y
está en peligro de extinción.