viernes, 27 de octubre de 2017

Lorena, por Gustavo Di Pace, de Mi yo multiplicado, Alción Editora, Córdoba, 2011







LORENA

 

Todavía recordaba algunas de las instrucciones básicas. El hombre, como si leyera el manual del usuario de un electrodoméstico, las había dicho una a una. El comprador sabía que Caffaro, así se llamaba el tipo, no se las iba a dar en un papel. Quizás haya sido por eso que lo había dejado hablar. Pero pronto se sintió como un feligrés en una iglesia (es que el discurso del otro había adquirido una cadencia de sermón).
Por suerte, minutos más tarde, empezó la mejor parte de la experiencia. Javier sólo esperaba llegar, abrir la puerta y mirarse con ella frente al espejo. Porque esa tarde su compra no había sido la de un gato egipcio, ni un chimpancé de Magadascar o un par de iguanas.
Esta vez, Lorena (fue bautizada así desde que se enroscó por primera vez en su cuello) sería la nueva habitante de la casa. Era una boa. El dueño, fascinado, presentía, al minuto siguiente de partir hacia su casa, la forma gris y ondulante del bicho merodeando cada rincón.
Recordaba además sus previsiones para entrar en el edificio, con ese sentimiento ambiguo de ocultarla a los ojos de los otros, cuando en realidad deseaba mostrarles a todos los vecinos su nueva mascota.
Los primeros meses fueron momentos de éxtasis para Javier. Cuidar a Lorena, conocer sus costumbres, fue un proceso lleno de entusiasmo que hasta le pareció ella también disfrutaba.
Al principio lo más difícil fue darle de comer. Caffaro se lo había advertido: Podés darle ratones muertos pero va a ser un período de adaptación largo, ya que las boas no reconocen a los animales sin vida, porque no irradian calor.
Pero Lorena no se merecía ese sacrificio, pensó Javier, por lo cual no dudó en darle los ratones vivos. La dieta consistió entonces en un ratón por semana. Y era tanto el amor por ella, era de tal magnitud lo que crecía al acariciar las pequeñas escamas de su cabeza triangular, que casi en la boca se los daba.
Así, Lorena cerraba sus fauces sobre el roedor de turno y Javier la veía transformarse, como si sus ojos miopes fortaleciesen el brillo, magnificando de cruel belleza el proceso de deglución. Y Javier guardaba para sí esas imágenes de patitas rosadas desapareciendo, esos grititos de espanto, si es que de este modo puede llamarse a la última expresión de la víctima.
Pronto, la boa adquirió mayor tamaño y él dispuso que era hora de presentársela a algunos de sus amigos.
Pero… ¿a quién? Hacía mucho que no veía a nadie, y de sus clientes (él era programador) ninguno había llegado a tal grado de confianza como para conocer la existencia de Lorena.
Por otro lado, Javier notó que de todas sus enseñanzas hubo una que ella no había comprendido: el hecho de dormir en el terrario del patio. Este fue acondicionado para las necesidades de Lorena, pero quedaba claro que ella no estaba de acuerdo. Era habitual que al despertarse la encontrara enroscada sobre un lugar siempre distinto, a veces, encima del escritorio de la computadora; otras, en el sillón.
Y al hidratarla (esta era una de las pocas instrucciones que lograba recordar), se daba cuenta de que lo divertía descubrir el nuevo sitio donde Lorena posaría su cuerpo. Sin embargo, y asustado por un eventual accidente (no sabía qué podría suceder si la boa se metiera entre los cables de la computadora, saliera por el balcón o algunas de las ventanas) una noche, y excitado con la idea, la llevó a la cama.
—Ya no estoy solo—le confesó acariciándola.
Ella parecía aceptar tal muestra de cariño, y se hacía una espiral a su costado, rozándolo. Y a él le gustaba ese roce.
Javier fue abandonándose a esa reflexión que hacen los que adoran a las mascotas hasta humanizarlas, creer que cuanto más se conoce a los hombres más se ama a los animales. Será por eso que su vida social se fue anulando, hasta dejarlo relegado a un todo de silencio que lo hacía más feliz, junto a la sombra zigzagueante de Lorena.
Ella, desde algún lugar de la casa, siempre llegaba hasta él, elevando su cabeza triangular, enmarcando los muebles con movimientos ondulantes. Lo acompañaba cuando miraba la televisión, comía o trabajaba, asistiendo con esa presencia ausente, sutil, carnívora.
Cada madrugada, cuando el sonido de los otros departamentos se extinguía y sólo se escuchaba el crepitar de los muebles, el misterio de las altas horas, el vínculo con ella se fortalecía. En ese contacto entre su piel y la suya ocurría algo nuevo, como si hubiese algo más que camaradería entre el dueño y su mascota. Javier escuchaba su sibilante sonido, el roce reptil, su dormir anfibio, y entraba en un mundo extraño, diferente.
Por supuesto, la existencia de la boa en el edificio ya no era novedad, y del revuelo inicial había recibido certeras esquirlas de desconfianza y asco, reflejadas en los ojos de los otros cuando se los cruzaba en el ascensor o en la entrada.
El mundo se achicaba para Javier. Nadie parecía estar del otro lado. La soledad lo aplastaba y se aferraba a Lorena con desesperación. Tenía especial cuidado de que no se escapara, y nunca dejaba la puerta abierta más de lo necesario, tanto al salir como al recibir a alguien.
El tiempo siguió su transcurso hasta que una mujer del 5º piso vino a avisarle sobre una reunión de consorcio, y él advirtió que la cara se le transfiguraba. Era la misma cara que ponen las actrices en las películas de terror, antes de que el monstruo o el asesino las ataque. Aunque allí, no había monstruo ni asesino, sólo Lorena viboreando por el living, elegante, majestuosa, motivo de ese silencio y esa inmovilidad que provocan el verdadero horror.
La anécdota no pasó a mayores, pero Javier comenzó a temer por Lorena, ya que era factible que alguien hiciera una denuncia. Sería muy difícil defender la razonabilidad de tener como mascota semejante espécimen. Es que en unos cuantos meses, Lorena ya había superado el metro y medio.
Javier, casi hipnotizado, se sacaba fotos con ella a cada rato, por lo que decenas de imágenes adornaban ya los estantes y el escritorio de la computadora. Incluso había mandado a enmarcar una.
Él y Lorena eran uno, reflexionaba. No existían como seres independientes; las fronteras entre el ser humano y el animal habían sido derribadas por la experiencia de la vida en común, juntos en un día a día alucinante.
Pero una vez, en la cama, sucedió algo distinto. Javier se sentía inquieto, como si hiciese mucho calor, o como si alguien lo estuviese escrutando mientras intentaba conciliar el sueño. Abrió los ojos. Una milésima de segundo le llevó asociar las ideas entre la realidad exterior y su mente. Comprobó que la cabeza triangular de Lorena estaba frente a la suya. Vigilante, lo miraba. Javier se quedó inmovilizado, como la vecina del 5º cuando la vio reptar por el living. Ahí estaba Lorena, magnífica, observándolo con esa mirada serpiente, inhumana. Confundido, Javier sostuvo la mirada de Lorena y sonrió, con un motor de fuerza instigado por el miedo o el deseo de ir más allá de ese instante de vacilación. Entonces, Lorena bajó la tensión aparente de su cuello enarbolado y giró sobre sí misma, como una amante que se rinde al descanso luego de haber amado. Javier dejó de sentir la estrangulación a la que la sorpresa lo había sometido. Dio un primer suspiro, seguido de otro al cerrar los ojos. Fatigado, abrumado de tantos sentimientos encontrados, absorto ante esa hembra que velaba por él, pudo al fin dormirse.
La noche siguiente, Lorena fue más allá: apareció en sus sueños. Y si él hubiese intentado hablar acerca de ellos, cualquiera habría asegurado que se estaba volviendo loco. ¿Debía buscar una ayuda profesional, como le sugirieron cuando Lorena ni siquiera se había cruzado por su vida? (Ustedes, los programadores, son todos iguales, le tiró en la cara una vez un cliente, unos trastornados). En esos sueños, el inconsciente le regalaba imágenes eróticas entre Lorena y él. Fotografías que ni el más imaginativo podría figurar. Quizá, era necesario el mundo onírico para restablecer cierto orden, cierta cordura, pensó Javier.
Después de aquel episodio, Javier notó que durante el día, al regresar de las visitas a los clientes, Lorena ya no se le acercaba. Ni recibía los ratones con la serenidad habitual. Ahora, simplemente engullía a sus víctimas y, sin más, clavaba la mirada en su dueño, casi desafiante.
Con el correr de los días, a él le costaba cada vez más dormirse, aunque Lorena (exceptuando aquella noche) mantuvo su lugar, acurrucada junto a él, en su costado.
En otra ocasión, y escabulléndose a las horas de hastío a las que el insomnio lo sometía, durmió de nuevo con esa sensación incómoda y, cuando abrió los ojos, vio a Lorena estirada en toda su longitud, a su lado, casi rozándole el bajo vientre.
Comprobó con asombro que tenía una erección, como si durante el sueño el instinto hubiese respondido ante el contacto.
Sospechó que debía llamar a Caffaro pero… ¿qué le diría? Oíme, imaginó como respuesta, vos sos es el que necesita ayuda, ¿por qué le echás la culpa a la boa?
Poco a poco, los crepúsculos fueron convirtiéndose en la entrada a un mundo complejo, distorsionado o de curvaturas tan flexibles que la vida podía tomarse licencias inusitadas.
El insomnio comenzó a ser un aliado: temía dormirse y temía despertar.
Una vez, descubrió rastros de piel muerta de Lorena sobre la sábana. La primera reacción fue acariciarla, comprender a su compañera ante la situación, pero antes de que la mano se posase sobre ella, recordó que Caffaro le había aconsejado que no debía acercársele, porque “cuando el reptil muda la piel, si se siente molestado, puede atacar”.
La pregunta surgió inevitable: ¿Le haría daño Lorena?
Cuando las cosas parecieron volver a la normalidad, cuando la mirada después de la comida ya no fue una mirada ansiosa (había sido reemplazada por una agridulce indiferencia) y el descanso regresó para ambos, una mañana, y otra, y otra, comprobó que Lorena otra vez dormía extendida, ahora, casi boca arriba.
Preocupado, y luego de soñar otra vez con ella (los sueños con la boa no habían cedido terreno ni en cantidad ni en sus ambiguos significados) Javier decidió llamar a Caffaro.
—Hola, soy Javier, el dueño de Lorena.
— ¿Quién habla? ¿Qué Lorena?
— Javier, el que le compró a Lorena, la boa, disculpe, es que no le dije que…
—Ah, ¿cómo te va? ¿Cómo anda… la nena?
—Bien, pero… tengo un problema con… Lorena, y quería ver si usted…
Javier le contó al tipo lo que estaba sucediendo y esa misma tarde, llevó la boa a lo de Caffaro. El hombre la revisaría junto con un amigo “especialista” y le harían estudios a ver qué ocurría con su salud. Como preveía, esa semana fue dura para él, la extrañaba. Se había acabado la compra de ratones, se habían terminado esas noches infinitas.
Javier temió por ella. ¿Qué le estaba pasando? ¿Ese medio tan distinto del que la naturaleza la había asignado la estaba deprimiendo? ¿Su amor no era el suficiente para superar la barrera del instinto? Sí, era la parte fea del asunto, cuando las mascotas enfermaban o se morían, cuando de nuevo se quedaba solo, en ese otro silencio que no se parecía al silencio de la mirada de un dueño y su gato egipcio, de un dueño y su chimpancé de Magadascar, de un dueño y sus iguanas, de un dueño y una boa velando por él, el respirar sibilante sobre los párpados cerrados.
Finalmente, llamó para averiguar qué estaba pasando con la salud de Lorena.
—No tiene nada, había comenzado Caffaro, digamos que… podés quedarte tranquilo.
—¡Qué bueno! —exclamó Javier—, ¿y cuándo la paso a buscar?
Ante la pregunta, se escuchó un suspiro del otro lado del teléfono.
—Hola…
—Flaco, lo que pasa es que no te la podés llevar…
Javier escuchó con incredulidad las palabras del otro. “¡Pero si está bien, Caffaro!”, se dijo a sí mismo. Por las dudas, lo confirmó con su voz.
— ¡Pero si está bien, Caffaro!
Su interlocutor volvió a hacer silencio. ¿Qué estaba ocurriendo? El afuera lo sofocaba, y además, ¡hacía más de una semana que dormía solo!
—Escúcheme Caffaro, usted me dice que no tiene nada pero… ¿no la puedo ir a buscar?
—No.
Javier estaba fuera de sí. Intentó la mesura, pero igual dijo eso:
—Bueno, voy a pasar a otras instancias, Caffaro —replicó, tratando de que la amenaza sonase lo más fría posible.
Del otro lado se oyó otro suspiro, a lo que se agregó una risa fugaz.
—Flaco, no estás entendiendo...
— ¿Y qué tengo que entender, Caffaro? —gritó Javier—. Entiendo que esa es mi boa, que me salió unos buenos mangos y que tengo derecho a que me la entregues porque es mía, mía, mía. ¡Eso entiendo, Caffaro!
El otro se tomó unos segundos.
—Pibe, tengo que decirte algo, no te asustes, pero…
—¡Uy, pero mirá qué miedo tengo! —interrumpió Javier burlándose—. ¿Duermo con una boa todas las noches y vos creés que te tengo miedo a vos?
—Es que no entendés, la boa te estaba midiendo…
Javier se quedó mudo, no respondió.
Del otro lado, esta vez no se oyó ningún suspiro, tampoco esa risa fugaz. Crecía, en cambio, un silencio que llegaba hasta Javier y se unía a ese otro silencio que sentía desde que no dormía con Lorena.
—Pe… pero ¿qué decís, Caffaro?
—Que te estaba midiendo, nene, te salvaste por muy poco. Es una constrictor, con un ratón o dos ya no alcanzaba, el especialista me lo dijo.
Javier, entonces, sólo atinó a cortar. Un dolor de esos que no se pueden describir lo abrumó, algunos lo llamarían traición; otros, lógica del instinto. Pero él no sabía qué nombre darle. Quizás era importante la escucha de esas instrucciones que Caffaro le había dado al principio, tan obnubilado estaba ante la belleza de Lorena. Tan encantado… Pero no, esa sería la explicación más fácil, pensó, la explicación a la que acuden los que no traspasaron las barreras de las especies, como él y Lorena lo habían hecho.
Javier se quedó ahí, en medio del living, tratando de reaccionar, pero una imagen espantosa lo paralizó. Vio a Lorena enroscarse en su cuello para evitar que el aire le pasara por la tráquea, vio a Lorena transformarse, como si sus ojos miopes fortaleciesen el brillo, magnificando de cruel belleza el proceso de deglución, de su deglución. Porque Lorena… se lo estaba tragando. Y Javier, en los últimos estertores, pegó un grito. El mundo cedía ante una oscuridad nueva, de secreciones gástricas quemantes y pegajosas que lo aprisionaban, como si un rastro de vida fuese posible dentro de las paredes cilíndricas del cuerpo de Lorena. Después, ante una vacilación del bicho, y casi devuelto al exterior, Javier hizo lo único que se le ocurrió hacer: se zafó y comenzó a deshacerse de cada pertenencia de la boa: el terrario, las fotos.
Y trató de salirse de aquella imagen intermitente, brutal, que lo hostigaba y lo había hecho llorar hasta casi ahogarse. Y al hacerlo, Javier supo, con el mismo dolor del desengaño, que jamás iría por ella, que no le importaba el destino de Lorena, y que tampoco iría, claro, a buscar la fotografía que había encargado enmarcar.     


© Gustavo Di Pace










jueves, 19 de octubre de 2017

Los valores de la literatura, Susan Sontag




Fundación Príncipe de Asturias, discurso de la intelectual norteamericana al recibir el premio Príncipe de Asturias


"Sans un idéal inaccesible, point de vocation authentique" - Marcel Bénabou

"La índole más alta de moralidad es no sentirnos como en casa en el propio hogar"  - T.W. Adorno


La concesión de un premio crea una situación inusitada. Quienes lo otorgan están obligados a creer que su decisión ha sido la óptima. Quienes lo aceptan están obligados a creer que se lo merecen. Ambos supuestos, en una circunstancia determinada, podrían ponerse en entredicho.
Estos discutibles supuestos son aún más dudosos si el premio no se otorga a una actividad cuyo mérito puede medirse con más o menos objetividad, como el deporte o la ciencia, sino al dominio de la cultura, las artes y el pensamiento.
En éste, el mérito parece resistir la medición objetiva. En efecto, parece que, en las artes, el único juicio seguro es el de la posteridad; con ello quiero decir el juicio emitido dos o tres generaciones después de que la obra está concluida y su autor ha desaparecido.
Mueve a la humildad saber que, de todos los libros encomiados, de los libros tenidos por parte genuina de la literatura, y publicados, digamos, en cualquier decenio en particular -nunca más de cinco a diez por ciento de las novelas, la poesía y el ensayo serios publicados en el periodo-, sin duda no más de uno por ciento en efecto perdurarán, es decir, su interés será permanente, parecerán valiosos, aún los disfrutarán las generaciones venideras y merecerá la pena leerlos y releerlos.
Nadie puede predecir el juicio de la posteridad -que en última instancia es el único que cuenta- acerca de una obra literaria o artística en particular. Por lo que en este sentido toda distinción en el ámbito de la cultura sólo puede expresar un reconocimiento condicional que espera su confirmación o refutación posterior. No obstante, esos galardones nos parecen menos problemáticos si pensamos que manifiestan algo más que reconocimiento o fe en los logros de cualquier escritor o artista. Manifiestan una fe en la propia actividad.
Por lo tanto, la mejor reflexión que puede hacerse sobre un premio literario significativo es que afirma la importancia, la gloria (si se me permite una palabra tan grandilocuente), de la literatura misma. Éstas son al menos mis reflexiones en ocasión tan destacada, en la que he sido distinguida como una de las dos merecedoras del Premio Príncipe de Asturias de Letras.
Cuando pienso en la literatura, en la infinitamente diversa aventura de afanarse con el lenguaje para contar historias y transmitir el conocimiento profundo en el que me he anclado, comprometido, durante toda mi vida como persona moral y consciente, pienso en un amplia escala de valores que en realidad son metas o modelos con los cuales juzgo mis actividades personales y literarias.
En un sentido, el empírico o fáctico, la literatura es meramente la suma de todo lo escrito y tenido por literatura. En otro sentido, el ideal, la literatura es la suma de todo lo que mejora, enaltece y hace más necesaria la actividad literaria.
En esta segunda y más valiosa acepción, la literatura honra -y representa- metas ideales en sentido estricto. Es decir, nunca alcanzadas del todo. Sin embargo, son aún más irresistibles y ejercen mayor autoridad como ideales precisamente porque resulta muy difícil mantenerlos.
Alguien podría rechazar, como una suerte de enternecedor disparate, lo que me propongo encomiar aquí. Pero yo no lo veo así en absoluto. Estas normas morales, estos ideales, no son una ilusión.
Imaginemos la literatura como una utopía... un lugar en el que imperan los modelos más encumbrados, casi inaccesibles. Se pueden deducir unas cuantas normas de una interpretación determinada de la literatura, de la que importa, que sigue importando durante decenios, generaciones y, en pocos casos, durante siglos.
Ésta es mi utopía. Es decir, aquí están los modelos que infiero o me parece que sustenta la empresa de la literatura.
Uno. Las actividades literarias (la escritura, la lectura, la enseñanza) son una vocación ideal, una prerrogativa, más que una simple carrera, una profesión, que se sujeta a las nociones comunes de "éxito" y al estímulo financiero. La literatura es, en primer lugar, una de las maneras fundamentales de nutrir la conciencia. Desempeña una función esencial en la creación de la vida interior, y en la ampliación y ahondamiento de nuestras simpatías y nuestras sensibilidades hacia otros seres humanos y el lenguaje.
Dos. La literatura es una arena de logros individuales, de méritos individuales. Esto implica que no se confieren premios y honores al escritor porque representa, digamos, a las comunidades débiles o marginadas. Esto implica que no se hace uso de la literatura o de los premios literarios para respaldar fines ajenos a ella: por ejemplo, el feminismo. (Hablo como feminista.) Esto implica que no se reparten recompensas a los escritores como medio de pagar consecutivo tributo a la diversidad de las identidades nacionales. (Así es que si los mejores tres escritores del mundo son, por ejemplo, húngaros, entonces lo ideal es que los jurados de los premios no se inquieten porque los húngaros reciben demasiados galardones.)
Tres. La literatura es primordialmente una empresa cosmopolita. Los grandes escritores son parte de la literatura mundial. Deberíamos leer a través de las fronteras nacionales y tribales: la gran literatura debería transportarnos. Los escritores son ciudadanos de una comunidad mundial, en la que todos aprendemos y nos leemos los unos a los otros. Si consideramos que cada logro literario significativo es, en última instancia, parte de la literatura del mundo, nos hacemos más receptivos a lo foráneo, a lo que no es "nosotros". El poder característico de la literatura es que nos deja una impresión de extrañeza. De asombro. De desorientación. De que nos encontramos en otro lugar.
Cuatro. Las diversas pautas de excelencia literaria, en el seno de las literaturas en todos los idiomas y en la gama entera de la literatura mundial, son una lección cardinal sobre la realidad y la conveniencia de un mundo que aún es irreductiblemente plural, diverso y variado. El mundo pluralista actual depende del predominio de los valores seculares.
Es posible, desde luego, exponer lo que denominamos modelos de un modo más enérgico (y acaso más controvertido), como antipatías, como negativas. Así es que, para enunciar de otra manera lo que acabo de decir:
Uno. Desprecio a los valores mercenarios.
Dos. Aversión a hacer uso principalmente instrumental de los escritores; por ejemplo, celebrar a los autores sobre todo en calidad de representantes de comunidades que se imaginan marginadas, con el fin de manifestarles su apoyo.
Tres. Cautela ante el filisteísmo cultural que se encubre con la aplicación de los valores democráticos en materia literaria. Desconfianza permanente de las afirmaciones nacionalistas y las lealtades tribales.
Cuatro. Eterno antagonismo contra las fuerzas represivas y la censura.
Estos son en efecto valores utópicos. No se han cumplido. Pero la literatura, la literatura en su conjunto, aún los encarna. Aún estimulan a los escritores. Aún nutren a los lectores, a los verdaderos lectores. Y es también lo que celebra todo premio literario importante.
Por estos valores me honra que la Fundación Príncipe de Asturias me haya elegido como una de las galardonadas con este destacado premio.

Susan Sontag
© Copyright 2003 Fundación Príncipe de Asturias


Sobre Susan Sontag (1933-2004): Ensayista y novelista norteamericana de gran renombre, su mirada crítica sobre la realidad norteamericana y su pensamiento la convirtió en un referente cultural ineludible en su país. Recibió el Premio Príncipe de Asturias y es autora de libros notables como: Notas sobre el Camp (1964), Contra la interpretación (1966), Sobre la fotografía (1977), La enfermedad como metáfora (1978) El benefactor (1963) El sida y sus metáforas (1987) y El amante del volcán (1992)