"Con el sol en Piscis y ascendente en Acuario, y un horóscopo de estratega en derrota y enamorada trágica, nací en Toay (La Pampa), y salí sollozando al encuentro de temibles cuadraturas y ansiadas conjunciones que aún ignoraba. Toay es un lugar de médanos andariegos, de cardos errantes, de mendigas con collares de abalorios, de profetas viajeros y casas que desatan sus amarras y se dejan llevar, a la deriva, por el viento alucinado. Al atardecer, cualquier piedra, cualquier pequeño hueso, toma en las planicies un relieve insensato. Las estaciones son excesivas, y las sequías y las heladas también. Cuando llueve, la arena envuelve las gotas con una avidez de pordiosera y las sepulta sin exponerlas a ninguna curiosidad, a ninguna intemperie. Los arqueólogos encontrarán allí las huellas de esas viejas tormentas y un cementerio de pájaros que abandoné. Cualquier radiografía mía testimonia aún ahora esos depósitos irremediables y profundos. Cuando chica era enana y era ciega en la oscuridad. Ansiaba ser sonámbula con cofia de puntillas, pero mi voluntad fue débil, como está señalado en la primera falange de mi pulgar, y desistí después de algunas caídas sin fondo. Desde muy pequeña me acosaron las gitanas, los emisarios de otros mundos que dejaban mensajes cifrados debajo de mi almohada, el basilisco, las fiebres persistentes y los ladrones de niños, que a veces llegaban sin haberse ido. Fui creciendo despacio, con gran prolijidad, casi con esmero, y alcancé las fantásticas dimensiones que actualmente me impiden salir de mi propia jaula. Me alimenté con triángulos rectángulos, bebí estoicamente el aceite hirviendo de las invasiones inglesas, devoré animales mitológicos y me bañe varias veces en el mismo río. Esta última obstinación me lanzó a una fe sin fronteras. En cualquier momento en que la contemple ahora, esta fe flota, como un luminoso precipitado en suspensión, en todos los vasos comunicantes con que brindo por ti, por nosotros y por ellos que son la trinidad de cualquier persona, inclusive de la primera del singular.
sábado, 5 de diciembre de 2020
Anotaciones para una autobiografía (fragmento), de Relámpagos de lo invisible, Olga Orozco
En cuanto hablo de mí, se insinúa entre los cortinajes interiores
un yo que no me gusta: es algo que se asemeja a un fruto leñoso, del
tamaño y la contextura de una nuez. Trato de atraerlo hacia afuera por
todos los medios, aun aspirándolo desde el porvenir.
Y en cuanto mi yo se asoma, le aplico un golpe seco y preciso para
evitar crecimientos invasores, pero también inútiles mutilaciones.
Entonces ya puedo ser otra. Ya puedo repetir la operación. Este sencillo
juego me ha impedido ramificarme en el orgullo y
también en la humildad. Lo cultivé en Bahía Blanca junto a un mar
discreto y encerrado, hasta los dieciséis años, y seguí ejerciéndolo en
Buenos Aires, hasta la actualidad, sin llegar jamás hasta la verdadera
maestría, junto con otras inclinaciones menos laboriosas:
la invisibilidad, el desdoblamiento, la traslación por ondas magnéticas
y la lectura veloz del pensamiento. Mis poderes son escasos. No he
logrado trizar un cristal con la mirada, pero tampoco he conseguido la
santidad, ni siquiera a ras del suelo. Mi solidaridad
se manifiesta sobre todo por el contagio: padezco de paredes
agrietadas, de árbol abatido, de perro muerto, de procesión de antorchas
y hasta de flor que crece en el patíbulo. Pero mi peste pertinaz es la
palabra. Me punza, me retuerce, me inflama, me desangra,
me aniquila. Es inútil que intente fijarla como a un insecto aleteante
en el papel. ¡Ay, el papel! "blanca mujer que lee el pensamiento" sin
acertar jamás. ¡Ah la vocación obstinada, tenaz, obsesiva como el
espejo, que siempre dice "fin"! Cinco libros impresos
y dos por revelar, junto con una pieza de teatro que no llega a ser
tal, testimonian mi derrota. En cuanto a mi vida, espero prolongarla
trescientos cuarenta y nueve años, con fervor de artífice, hasta llegar a
ser la manera de saludar de mi tío abuelo o un
atardecer rosado sobre el Himalaya, insomne, definitivo. Hasta el
momento sólo he conseguido asir por una pluma el tiempo fugitivo y fijar
su sombra de madrastra perversa sobre las puertas cerradas de una
supuesta y anónima eternidad.
No tengo descendientes. Mi historia está en mis manos y en las
manos con que otros la tatuaron. Mi heredad son algunas posesiones
subterráneas que desembocan en las nubes. Circulo por ellas en berlina
con algún abuelo enmascarado entre manadas de caballos
blancos y paisajes giratorios como biombos. Algunas veces un tren
atraviesa mi cuarto y debo levantarme a deshoras para dejarlo pasar. En
la última ventanilla está mi madre y me arroja un ramito de nomeolvides.
¿Qué más puedo decir? Creo en Dios, en el amor,
en la amistad. Me aterran las esponjas que absorben el sol, el
misterioso páncreas y el insecto perverso. Mis amigos me temen porque
creen que adivino el porvenir. A veces me visitan gentes que no conozco y
que me reconocen de otra vida anterior. ¿Qué más
puedo decir? ¿Que soy rica, rica con la riqueza del carbón dispuesto a
arder? "