miércoles, 29 de abril de 2020

Viaje en micro con Da Vinci, Spinoza, Dalí, Cortázar y Bradbury (el chofer es Esteban Ierardo con su libro La sociedad de la excitación)





Convengamos en que irse de vacaciones supone para algunos de nosotros un rito que excede el armado de la valija. La elección de las lecturas se vuelve casi un hecho capital. Sabemos que hay libros que pueden ser apropiados y otros que no. Sin embargo, la mayoría de las veces se hace caso omiso a esta sospecha (quien escribe ha llevado a la playa la obra completa de Alejandra Pizarnik y algún texto de Martin Heidegger. La experiencia fue olvidable, claro: la palabra de Alejandra dolió como el sol del mediodía y los vendedores de churros no permitieron la concentración en las ideas del filósofo alemán). En estos menesteres me encontraba cuando recibí el llamado de Esteban Ierardo. Me invitaba a presentar La sociedad de la excitación. ¿Un libro de pensamiento crítico para llevar a Pinamar? Hum, traté de no pensar demasiado, el honor y la confianza depositadas en mí serían lo primordial. A los pocos días, ya en el micro (el autor me había hecho llegar un ejemplar) comencé a hojear la obra. El título auguraba una bajada de línea que no ayudaba a relajarse. Mientras miraba por la ventanilla el paisaje, los innumerables grupos de vacas, compañeras de ruta de tantos viajes a la costa, imaginé que leer al autor de libros como Mundo virtual o Sociedad Pantalla sería abrirse paso hacia una distopía, vertiente que exacerba los defectos de una sociedad en un mundo tecnologizado y futuro. Pero mis preconceptos se desmoronaron cuando aún no había llegado a La Plata. Dos palabras que secundaban el título ya habían resonado como una nota de esperanza: “arte y serenidad”. Y ahí está precisamente la vuelta de tuerca. Porque en Esteban Ierardo no sólo tenemos a un filósofo de gran lucidez que nos ayuda a comprender nuestra cultura sino que, además, nos brinda posibles salidas para sobrellevar los males de la época. ¿Cómo hacer para que el consumismo todopoderoso, la inmediatez y el exitismo no nos lleven por delante? La sociedad de la excitación nos permite estar alertas ante este contexto nada compasivo que postula el entretenimiento como valor supremo y es también una obra que llama a la reflexión, la pausa (que también es intensidad), la conexión espiritual, el acercamiento al arte y la creación. No es poco. Para ello, Ierardo cita y reescribe a Spinoza cuando propone aspirar a la totalidad y contrarrestar la fragmentación en la cual vivimos. Nos invita a evitar la constante disyuntiva que elige una cosa en detrimento de otra dando por sentado que una de ellas es la correcta. Nos propone buscar la conjunción, la unidad (percibir esa "sustancia infinita" que es dios). Así, Ierardo, con su pluma certera y ágil, nos habla del "ojo activo", siempre abierto al mundo en su amplitud y diversidad. Éste busca entender el proceso por el cual las cosas, los seres y la historia son lo que son, sin darlas por sentado como hace habitualmente el ojo entretenido y cerrado. Se entiende que los grandes artistas poseen y fortalecen este ojo activo. Y es por eso que Esteban nos habla de Leonardo y sus cuadernos de apuntes, refiere a la necesidad de comprensión del mundo y sus cosas cuando el genio italiano anota: “las variaciones de las formas rocosas, las turbulencias del agua y el aire, las plantas que se mueven siguiendo al sol, los anillos en el tronco de los árboles, la aerodinámica de los pájaros”. Recuerdo que luego de leer estos conceptos miré por la ventanilla y el paisaje pareció avivar su contorno y su color. Se trataría entonces de estar alerta, de no vivir distraído con los constantes estímulos exteriores, de reencontrar esta mirada inicial que tenía el hombre primitivo, quizás. O, tal vez, de no contar sólo con la mirada del hombre actual, con su “ojo tecno entrenado” tan superficial y utilitarista, si se me permiten los adjetivos. Abrirse entonces a un despertar del ojo a la naturaleza y a la diversidad del mundo. Ierardo nos sugiere que si queremos lograr esa serenidad, quizás debamos reencontrarnos con la naturaleza, escuchar su llamado, como quería Henry Thoreau, el trascendentalista norteamericano allá por el siglo XIX. Mientras el micro quemaba kilómetros, yo hojeaba el libro con entusiasmo creciente. ¿Dónde estaba? ¿Había llegado a Chascomús? Recordé que George Steiner, en su libro Gramáticas de la creación, conjetura que en algún momento de nuestra civilización se enarboló a la ciencia y a la tecnología por sobre la filosofía y el arte. Y ahí está el quid de la cuestión, me parece. Ierardo sigue describiendo esa fragmentación en el modo de comprender el mundo, nos habla de la división, de la especificidad de la ciencia que va en contra de esta totalidad. (Una digresión: no es casual que hace ya un tiempo la medicina “escucha” otras posibilidades de curación, las llamadas medicinas alternativas que conciben al ser humano como un todo, no sólo como un cuerpo, ergo, los saberes absolutos parecerían trastabillar). Esta vuelta a la percepción de la naturaleza es una de las puertas que nos abre Ierardo para sobrellevar los tiempos que corren. Pero Esteban nos muestra otra: propone al arte como un modo válido de comprensión de esa totalidad. Acuerda con Spinoza que la comprensión del mundo trae serenidad y tranquilidad de espíritu. Cita por ejemplo a Salvador Dalí cuando intenta fusionar en sus pinturas religión y física; arte y ciencia. Nos habla de Johnny Carter, el personaje de Julio Cortázar que, en “El perseguidor”, duda de los "saberes intocables". Destaca a Ray Bradbury, quien plantea la apertura de tiempos y espacios e historias a través de su "hombre ilustrado". (se sabe, toda literatura fantástica o metafísica pone en jaque la percepción materialista, el no pensar con mayor profundidad ni criterio, la sobreinformación, los medios que actúan como "escribas" del poder, del statu quo). El autor nos cuenta que estos ejemplos funcionarían como una especie de "realidad aumentada". Recuerdo que Krishnamurti habla de la “mente quieta”, un objetivo ideal para nosotros que estamos bombardeados de estímulos y nos cuesta tanto conectar con nosotros mismos, el indio recomienda tener nuestros sentidos alertas al instante presente, sin pasado ni futuro. Un concepto cercano al “tiempo abolido” que intenta la obra de arte, tal vez. Así, ya a pocos kilómetros de San Clemente, disfrutaba la obra y no podía parar de leer, de pensar. “El arte ayuda a percibir esa totalidad” sugiere Esteban, hoja tras hoja. Y es un camino sereno porque es también un camino a la sabiduría. ¿Qué sería la sabiduría? Me pregunté mientras miraba la hora y sentía la liviandad prometedora de los días venideros. Acaso la sabiduría sería aceptar la falta (como llama Lacan a este vacío existencial que a veces nos atormenta), sería también tolerar la angustia (como llama Kierkegaard a esa falta). Y esta aceptación, sin ser necesariamente estoicos, nos ayudaría en definitiva a sobrellevar este absurdo que es la vida (como nos diría, con esa mirada amable y esa convicción, Albert Camus)
Pronto llegaría a mi destino, el tiempo se había derretido, aún me faltaban varias páginas pero ya mi cabeza era un sinfín de preguntas y respuestas que enriquecían mi comprensión y, sobre todo, eran caricia y aliento al espíritu. Para cuando llegaba a mi destino, imaginé un regreso imaginario a ese momento en que los presocráticos pensaban el mundo uniendo ideas científicas y filosóficas o, como lo quiere algún poeta del cual no recuerdo el nombre, ansié volver a ese momento en que poesía, religión y filosofía eran una misma cosa. ¿Cómo sería ese momento?
Ese mismo día por la tarde estuve al fin en la playa, mirando el mar como se lo mira, según nos dice Borges en un poema, siempre por primera vez, “con el asombro que las cosas elementales dejan”. Y fui con mi ejemplar de La sociedad de la excitación bajo el brazo, con el sol y los vendedores de churros como testigos, y con el placer de una lectura rica e inolvidable como protagonista.

¡Salud, Esteban Ierardo, y gracias de nuevo por la iluminación!