Convengamos en que irse de vacaciones supone para algunos
de nosotros un rito que excede el armado de la valija. La elección de las
lecturas se vuelve casi un hecho capital. Sabemos que hay libros que pueden ser
apropiados y otros que no. Sin embargo, la mayoría de las veces se hace caso
omiso a esta sospecha (quien escribe ha llevado a la playa la obra completa de
Alejandra Pizarnik y algún texto de Martin Heidegger. La experiencia fue
olvidable, claro: la palabra de Alejandra dolió como el sol del mediodía y los vendedores
de churros no permitieron la concentración en las ideas del filósofo alemán). En
estos menesteres me encontraba cuando recibí el llamado de Esteban Ierardo. Me invitaba
a presentar La sociedad de la excitación.
¿Un libro de pensamiento crítico para llevar a Pinamar? Hum, traté de no pensar
demasiado, el honor y la confianza depositadas en mí serían lo primordial. A
los pocos días, ya en el micro (el autor me había hecho llegar un ejemplar)
comencé a hojear la obra. El título auguraba una bajada de línea que no ayudaba
a relajarse. Mientras miraba por la ventanilla el paisaje, los innumerables
grupos de vacas, compañeras de ruta de tantos viajes a la costa, imaginé que
leer al autor de libros como Mundo
virtual o Sociedad Pantalla sería
abrirse paso hacia una distopía, vertiente que exacerba los defectos de una
sociedad en un mundo tecnologizado y futuro. Pero mis preconceptos se desmoronaron
cuando aún no había llegado a La Plata. Dos palabras que secundaban el título ya
habían resonado como una nota de esperanza: “arte y serenidad”. Y ahí está precisamente
la vuelta de tuerca. Porque en Esteban Ierardo no sólo tenemos a un filósofo de
gran lucidez que nos ayuda a comprender nuestra cultura sino que, además, nos brinda
posibles salidas para sobrellevar los males de la época. ¿Cómo hacer para que
el consumismo todopoderoso, la inmediatez y el exitismo no nos lleven por
delante? La sociedad de la excitación
nos permite estar alertas ante este contexto nada compasivo que postula el
entretenimiento como valor supremo y es también una obra que llama a la
reflexión, la pausa (que también es intensidad), la conexión espiritual, el
acercamiento al arte y la creación. No es poco. Para ello, Ierardo cita y
reescribe a Spinoza cuando propone aspirar a la totalidad y contrarrestar la fragmentación en la cual vivimos. Nos
invita a evitar la constante disyuntiva que elige una cosa en detrimento de
otra dando por sentado que una de ellas es la correcta. Nos propone buscar la
conjunción, la unidad (percibir esa "sustancia infinita" que es dios).
Así, Ierardo, con su pluma certera y ágil, nos habla del "ojo
activo", siempre abierto al mundo en su amplitud y diversidad. Éste busca
entender el proceso por el cual las cosas, los seres y la historia son lo que
son, sin darlas por sentado como hace habitualmente el ojo entretenido y
cerrado. Se entiende que los grandes artistas poseen y fortalecen este ojo
activo. Y es por eso que Esteban nos habla de Leonardo y sus cuadernos de
apuntes, refiere a la necesidad de comprensión del mundo y sus cosas cuando el
genio italiano anota: “las variaciones de las formas rocosas, las turbulencias
del agua y el aire, las plantas que se mueven siguiendo al sol, los anillos en
el tronco de los árboles, la aerodinámica de los pájaros”. Recuerdo que luego
de leer estos conceptos miré por la ventanilla y el paisaje pareció avivar su
contorno y su color. Se trataría entonces de estar alerta, de no vivir
distraído con los constantes estímulos exteriores, de reencontrar esta mirada
inicial que tenía el hombre primitivo, quizás. O, tal vez, de no contar sólo
con la mirada del hombre actual, con su “ojo tecno entrenado” tan superficial y
utilitarista, si se me permiten los adjetivos. Abrirse entonces a un despertar
del ojo a la naturaleza y a la diversidad del mundo. Ierardo nos sugiere que si
queremos lograr esa serenidad, quizás debamos reencontrarnos con la naturaleza,
escuchar su llamado, como quería Henry Thoreau, el trascendentalista norteamericano
allá por el siglo XIX. Mientras el micro quemaba kilómetros, yo hojeaba el
libro con entusiasmo creciente. ¿Dónde estaba? ¿Había llegado a Chascomús? Recordé
que George Steiner, en su libro Gramáticas
de la creación, conjetura que en algún momento de nuestra civilización se
enarboló a la ciencia y a la tecnología por sobre la filosofía y el arte. Y ahí
está el quid de la cuestión, me parece. Ierardo sigue describiendo esa
fragmentación en el modo de comprender el mundo, nos habla de la división, de la
especificidad de la ciencia que va en contra de esta totalidad. (Una digresión:
no es casual que hace ya un tiempo la medicina “escucha” otras posibilidades de
curación, las llamadas medicinas alternativas que conciben al ser humano como
un todo, no sólo como un cuerpo, ergo, los saberes absolutos parecerían trastabillar).
Esta vuelta a la percepción de la naturaleza es una de las puertas que nos abre
Ierardo para sobrellevar los tiempos que corren. Pero Esteban nos muestra otra:
propone al arte como un modo válido de comprensión de esa totalidad. Acuerda
con Spinoza que la comprensión del mundo trae serenidad y tranquilidad de
espíritu. Cita por ejemplo a Salvador Dalí cuando intenta fusionar en sus
pinturas religión y física; arte y ciencia. Nos habla de Johnny Carter, el
personaje de Julio Cortázar que, en “El perseguidor”, duda de los "saberes
intocables". Destaca a Ray Bradbury, quien plantea la apertura de tiempos
y espacios e historias a través de su "hombre ilustrado". (se sabe,
toda literatura fantástica o metafísica pone en jaque la percepción
materialista, el no pensar con mayor profundidad ni criterio, la
sobreinformación, los medios que actúan como "escribas" del poder,
del statu quo). El autor nos cuenta
que estos ejemplos funcionarían como una especie de "realidad
aumentada". Recuerdo que Krishnamurti habla de la “mente quieta”, un
objetivo ideal para nosotros que estamos bombardeados de estímulos y nos cuesta
tanto conectar con nosotros mismos, el indio recomienda tener nuestros sentidos
alertas al instante presente, sin pasado ni futuro. Un concepto cercano al “tiempo
abolido” que intenta la obra de arte, tal vez. Así, ya a pocos kilómetros de
San Clemente, disfrutaba la obra y no podía parar de leer, de pensar. “El arte
ayuda a percibir esa totalidad” sugiere Esteban, hoja tras hoja. Y es un camino
sereno porque es también un camino a la sabiduría. ¿Qué sería la sabiduría? Me pregunté
mientras miraba la hora y sentía la liviandad prometedora de los días venideros.
Acaso la sabiduría sería aceptar la falta (como llama Lacan a este vacío
existencial que a veces nos atormenta), sería también tolerar la angustia (como
llama Kierkegaard a esa falta). Y esta aceptación, sin ser necesariamente
estoicos, nos ayudaría en definitiva a sobrellevar este absurdo que es la vida (como
nos diría, con esa mirada amable y esa convicción, Albert Camus)
Pronto llegaría a mi destino, el tiempo se había
derretido, aún me faltaban varias páginas pero ya mi cabeza era un sinfín de
preguntas y respuestas que enriquecían mi comprensión y, sobre todo, eran
caricia y aliento al espíritu. Para cuando llegaba a mi destino, imaginé un
regreso imaginario a ese momento en que los presocráticos pensaban el mundo
uniendo ideas científicas y filosóficas o, como lo quiere algún poeta del cual no
recuerdo el nombre, ansié volver a ese momento en que poesía, religión y
filosofía eran una misma cosa. ¿Cómo sería ese momento?
Ese mismo día por la tarde estuve al fin en la playa, mirando
el mar como se lo mira, según nos dice Borges en un poema, siempre por primera
vez, “con el asombro que las cosas elementales dejan”. Y fui con mi ejemplar de
La sociedad de la excitación bajo el
brazo, con el sol y los vendedores de churros como testigos, y con el placer de
una lectura rica e inolvidable como protagonista.
¡Salud, Esteban Ierardo, y gracias de nuevo por la
iluminación!