TODOS LOS DÍAS Justin Horgenschlag, auxiliar de imprenta con un sueldo de
treinta dólares semanales, veía muy de cerca a aproximadamente sesenta mujeres
a las que nunca había visto antes. Así, en los cuatro años que llevaba viviendo
en Nueva York, Horgenschlag había visto muy de cerca a unas 75.120 mujeres
distintas. De estas 75.120 mujeres, así como 25.000 tenían menos de treinta
años de edad y más de quince. De las 25.000 sólo 5.000 pesaban entre cuarenta y
siete y cincuenta y siete kilos. De estas 5.000, sólo 1.000 no eran feas. Sólo
500 eran razonablemente atractivas; sólo 100 eran realmente atractivas; sólo 25
podrían haber inspirado un largo, despacioso silbido. Y de sólo 1 se enamoró
Horgenschlag a primera vista.
Bien, existen dos clases de femme fatale. Existe la femme fatale
que es una femme fatale en todos los sentidos de la palabra, y existe la
femme fatale que no es una femme fatale en todos los sentidos de
la palabra.
Se llamaba Shirley Lester. Tenía veinte años (once menos que Horgenschlag),
medía un metro y sesenta y tres centímetros (lo cual le dejaba la cabeza a la
altura de los ojos de Horgenschlag), pesaba 53 kilos (ligera como una pluma
para llevarla en brazos). Shirley era taquígrafa, vivía con su madre, Agnes
Lester, una vieja entusiasta de Nelson Eddy, a la cual mantenía. Respecto a la
belleza de Shirley, la gente a menudo la describía así: «Shirley es tan mona
que parece un retrato».
Y en el autobús de la Tercera Avenida, una mañana temprano, Horgenschlag
controló a Shirley Lester, y se sintió un guiñapo. Todo porque la boca de
Shirley estaba abierta de un modo curioso. Shirley estaba leyendo un anuncio de
cosméticos en el tablero de la pared del autobús: y cuando Shirley leía, a
Shirley se le aflojaba ligeramente la mandíbula. Y en ese breve instante en el
que la boca de Shirley estuvo abierta y los labios estuvieron separados,
Shirley fue probablemente la más fatal de todo Manhattan. Horgenschlag vio en
ella un seguro curalotodo contra el gigantesco monstruo de soledad que le había
estado rondando el corazón desde que había llegado a Nueva York. ¡Oh, aquella
agonía! La agonía de estar controlando a Shirley Lester y no poder inclinarse y
besar, los labios separados de Shirley. ¡Aquella inefable agonía!
Ese era el comienzo del cuento que empecé a escribir para Collier’s.
Iba a escribir una tierna y encantadora historia del tipo chico-conoce-chica.
Qué podría ser mejor, pensé. El mundo necesita historias del tipo
chico-conoce-chica. Pero para escribir una, por desgracia, el escritor debe
ponerse a la tarea de hacer que el chico conozca a la chica. Yo no pude
lograrlo con ésta. No y lograr que tuviera sentido. No pude juntar a
Horgenschlag y a Shirley como es debido. Y he aquí las razones:
Desde luego, era imposible que Horgenschlag se inclinara y dijera con toda
sinceridad:
-Disculpe. La amo mucho. Estoy chiflado por usted. Lo sé. Podría amarla
toda la vida. Soy auxiliar de imprenta y gano treinta dólares semanales. Dios,
cómo la amo. ¿Tiene algo que hacer esta noche?
Este Horgenschlag puede ser un chorras, pero no tamaño chorras.
Puede haber nacido ayer, pero no hoy. Uno no puede esperar que los lectores de Collier’s
se traguen esa clase de majadería. Después de todo, cinco centavos son cinco
centavos.
Por supuesto, no podía darle de pronto a Horgenschlag un suero de la
suavidad, mezcla de la vieja pitillera de William Powell y el viejo sombrero de
copa de Fred Astaire.
-Por favor, no me interprete mal, señorita. Soy ilustrador de revistas. Mi
tarjeta. Me gustaría dibujarla más de lo que nunca he querido dibujar a nadie
en mi vida. Tal vez semejante empresa sería para nuestro mutuo provecho. ¿Me
permite que la telefonee esta tarde, o en un futuro muy cercano? (Breve risa
desenfadada.) Espero no sonar demasiado desesperado. (Otra risa.) En realidad
supongo que lo estoy.
Caray, muchacho. Esas líneas soltadas con una sonrisa cansada y sin embargo
jovial, y sin embargo despreocupada. Ojalá Horgenschlag las hubiera soltado.
Shirley, por supuesto, era también una vieja entusiasta de Nelson Eddy, y
miembro activo de la Biblioteca Circulante Keystone.
Tal vez estén ustedes empezando a ver a qué me enfrentaba.
Cierto, Horgenschlag podría haber dicho lo siguiente:
-Perdone, pero ¿no es usted Wilma Pritchard?
A lo que Shirley habría respondido fríamente, y buscando un punto neutro al
otro extremo del autobús:
-No.
-Tiene gracia -podría haber proseguido Horgenschlag-, estaba dispuesto a
jurar que era usted Wilma Pritchard. Ah. ¿No será usted por casualidad de
Seattle?
-No. -Aquel no era de un sitio con más hielo.
-Seattle es mi ciudad natal.
-Seattle es mi ciudad natal.
Punto neutro.
-Gran pequeña ciudad, Seattle. Quiero decir que realmente es una gran
pequeña ciudad. Yo sólo llevo aquí (quiero decir en Nueva York) cuatro años.
Soy auxiliar de imprenta. Me llamo Justin Horgenschlag.
-Realmente no me inte-resa.
Oh, Horgenschlag no habría llegado a ninguna parte en esa línea. No tenía
el físico, la personalidad ni la ropa buena para ganarse el interés de Shirley
en esas circunstancias. No tenía ninguna posibilidad. Y, como dije antes, para
escribir una historia realmente buena del tipo chico-conoce-chica es
aconsejable hacer que el chico conozca a la chica.
Quizá Horgenschlag podría haberse desmayado, y al hacerlo haberse agarrado
a algo en busca de apoyo: siendo el apoyo el tobillo de Shirley. De ese modo
podía haberle rasgado la media, o conseguido adornársela con una estupenda y
larga carrera. La gente se habría hecho a un lado para dejarle sitio al
fulminado Horgenschlag, y él se habría puesto en pie, mascullando:
-Ya estoy bien, gracias. -Y luego-: ¡Oh, vaya! Lo siento muchísimo, señorita. Le he rasgado la media. Tiene que dejarme que se la pague. Ahora mismo no llevo bastante en efectivo, pero deme su dirección.
Shirley no le habría dado su dirección. Se habría limitado a ponerse violenta y a estar torpe de palabra.
-No importa, déjelo -habría dicho, deseando que Horgenschlag no hubiera nacido. Y además, la idea entera carece de lógica. A Horgenschlag, un muchacho de Seattle, no se le habría ocurrido agarrarse al tobillo de Shirley. No en el autobús de la Tercera Avenida.
Pero lo que sí es más lógico es la posibilidad de que Horgenschlag se hubiera desesperado. Todavía quedan unos cuantos hombres que aman desesperadamente. Quizá Horgenschlag era uno. Podría haberle arrebatado el bolso a Shirley y haber corrido con él hacia la puerta trasera de salida. Shirley habría gritado. Los hombres la habrían oído, y se habrían acordado del Álamo o algo por el estilo. La huida de Horgenschlag, digamos, es ahora detenida. El autobús es parado. El agente Wilson, que no ha hecho una buena detención en mucho tiempo, entra en escena. ¿Qué está pasando aquí Guardia, este hombre ha intentado robarme el bolso.
-Ya estoy bien, gracias. -Y luego-: ¡Oh, vaya! Lo siento muchísimo, señorita. Le he rasgado la media. Tiene que dejarme que se la pague. Ahora mismo no llevo bastante en efectivo, pero deme su dirección.
Shirley no le habría dado su dirección. Se habría limitado a ponerse violenta y a estar torpe de palabra.
-No importa, déjelo -habría dicho, deseando que Horgenschlag no hubiera nacido. Y además, la idea entera carece de lógica. A Horgenschlag, un muchacho de Seattle, no se le habría ocurrido agarrarse al tobillo de Shirley. No en el autobús de la Tercera Avenida.
Pero lo que sí es más lógico es la posibilidad de que Horgenschlag se hubiera desesperado. Todavía quedan unos cuantos hombres que aman desesperadamente. Quizá Horgenschlag era uno. Podría haberle arrebatado el bolso a Shirley y haber corrido con él hacia la puerta trasera de salida. Shirley habría gritado. Los hombres la habrían oído, y se habrían acordado del Álamo o algo por el estilo. La huida de Horgenschlag, digamos, es ahora detenida. El autobús es parado. El agente Wilson, que no ha hecho una buena detención en mucho tiempo, entra en escena. ¿Qué está pasando aquí Guardia, este hombre ha intentado robarme el bolso.
Horgenschlag es arrastrado ante el tribunal. Shirley, por supuesto, debe
asistir a la vista. Ambos dan sus direcciones; con ello Horgenschlag queda
informado del lugar de la divina morada de Shirley.
El juez Perkins, que en su propia casa ni siquiera puede conseguir una
buena, realmente buena taza de café, condena a Horgenschlag a un año de
prisión. Shirley se muerde el labio, pero a Horgenschlag se lo llevan.
En la cárcel, Horgenschlag escribe la siguiente carta a Shirley Lester:
Querida Miss Lester:
No tenía verdadera intención de robarle el bolso. Se lo cogí sólo porque la amo. Ya ve, solamente quería conocerla. Por favor, ¿me escribirá usted una carta alguna vez cuando tenga tiempo? Aquí se está bastante solitario y yo la amo mucho y quizá hasta vendría usted a verme alguna vez si tiene tiempo.
Su amigo,
No tenía verdadera intención de robarle el bolso. Se lo cogí sólo porque la amo. Ya ve, solamente quería conocerla. Por favor, ¿me escribirá usted una carta alguna vez cuando tenga tiempo? Aquí se está bastante solitario y yo la amo mucho y quizá hasta vendría usted a verme alguna vez si tiene tiempo.
Su amigo,
JUSTIN HORGENSCHLAG
Shirley enseña la carta a todas sus amigas. Éstas dicen: «Ah, es una monada
de carta, Shirley». Shirley reconoce que en cierto sentido sí es mona. Quizá la
conteste. «¡Sí! Contéstala. Dale una oportunidad. ¿Qué tienes que perder?» Así
que Shirley contesta a la carta de Horgenschlag.
Querido Mr. Horgenschlag:
Recibí su carta y realmente siento mucho lo que ha ocurrido. Por desgracia poco podemos hacer al respecto a estas alturas, pero me siento abominable tal como se han desarrollado los acontecimientos. Sin embargo, su condena es corta y pronto estará fuera. Le deseo la mayor suerte.
Le saluda atentamente,
Recibí su carta y realmente siento mucho lo que ha ocurrido. Por desgracia poco podemos hacer al respecto a estas alturas, pero me siento abominable tal como se han desarrollado los acontecimientos. Sin embargo, su condena es corta y pronto estará fuera. Le deseo la mayor suerte.
Le saluda atentamente,
SHIRLEY LESTER
Querida Miss Lester:
Nunca sabrá lo mucho que me animó recibir su carta. No debería sentirse abominable en absoluto. Fue todo culpa mía por ser tan loco, así que no se sienta de ese modo en absoluto. Aquí nos ponen películas una vez a la semana y en realidad no está tan mal. Tengo treinta y un años de edad y soy de Seattle. Llevo cuatro años en Nueva York y creo que es una gran ciudad, sólo que de vez en cuando se siente uno bastante solo. Usted es la chica más guapa que he visto nunca, incluso en Seattle. Me gustaría que me viniera a ver algún sábado por la tarde durante las horas de visita, de 2 a 4, y yo le pagaré el billete de tren.
Su amigo,
Nunca sabrá lo mucho que me animó recibir su carta. No debería sentirse abominable en absoluto. Fue todo culpa mía por ser tan loco, así que no se sienta de ese modo en absoluto. Aquí nos ponen películas una vez a la semana y en realidad no está tan mal. Tengo treinta y un años de edad y soy de Seattle. Llevo cuatro años en Nueva York y creo que es una gran ciudad, sólo que de vez en cuando se siente uno bastante solo. Usted es la chica más guapa que he visto nunca, incluso en Seattle. Me gustaría que me viniera a ver algún sábado por la tarde durante las horas de visita, de 2 a 4, y yo le pagaré el billete de tren.
Su amigo,
JUSTIN HORGENSCHLAG
Shirley habría enseñado también esta carta a todas sus amigas. Pero ésta no
la contestaría. Cualquiera podía ver que este Horgenschlag era un
chorras. y después de todo, ella había contestado a la primera carta. Si
contestaba a esta carta idiota la cosa podría eternizarse durante meses y todo
eso. Había hecho por el hombre cuanto había podido. Y vaya nombre. Horgenschlag.
Mientras tanto, Horgenschlag lo está pasando fatal en la cárcel, aun cuando
les pasan películas una vez a la semana. Sus compañeros de celda son Snipe
Morgan y Slicer Burke, dos chicos de los bajos fondos, que ven en la cara de
Horgenschlag cierto parecido con un tipo de Chicago que una vez se chivó de
ellos. Están convencidos de que Cararrata Ferrero y Justin Horgenschlag son una
y la misma persona.
-Pero yo no soy Cararrata Ferrero -les dice Horgenschlag.
-No me vengas con eso -dice Slicer, tirando al suelo las escasas raciones
de comida de Horgenschlag.
-Zúmbale en la cabeza -dice Snipe.
-Os digo que sólo estoy aquí por haberle robado el bolso a una chica en el
autobús de la Tercera Avenida -alega Horgenschlag-. Sólo que en realidad no se
lo robé. Me enamoré de ella, y ésa era la única manera de poder conocerla.
-No me vengas con eso -dice Slicer.
-Zúmbale en la cabeza -dice Snipe.
Llega entonces el día en el que diecisiete presos intentan llevar a cabo
una fuga. Durante el periodo de juegos en el patio de recreo, Slicer Burke, con
artimañas hace caer a la sobrina del alcaide, Lisbeth Sue, de ocho años, en sus
garras. Rodea el talle de la niña con sus manos de veinte por treinta
centímetros y la sostiene en alto para que la vea el alcaide.
-¡Eh, alcaide! -grita Slicer- iAbra esas puertas o hay telón para la cría!
-¡Tío Bert, no tengo miedo! -grita Lisbeth Sue.
-iSuelta a esa niña, Slicer! -ordena el alcaide, con toda la impotencia de
su orden.
Pero Slicer sabe que tiene al alcaide justo allí donde lo quiere.
Diecisiete hombres y una niña pequeña y rubia salen por las puertas. Dieciséis
hombres y una niña pequeña y rubia salen sanos y salvos. Un guardia de la torre
alta cree ver una maravillosa oportunidad para pegarle un tiro en la cabeza a
Slicer, y con ello destruir la unidad del grupo fugitivo. Pero falla, y sólo
logra pegarle un tiro al hombrecillo que camina nerviosamente detrás de Slicer,
matándolo en el acto.
¿Adivinan de quién se trata?
Y así, mi proyecto de escribir para Collier’s un cuento del tipo
chico-conoce-chica, una tierna, memorable historia de amor, se va al traste por
la muerte de mi héroe.
Ahora bien, Horgenschlag no habría estado nunca entre esos diecisiete
hombres desesperados si la falta de respuesta de Shirley a su segunda carta no
lo hubiera desesperado y llenado de pánico. Pero el hecho es que ella no
contestó a su segunda carta. Nunca la habría contestado, ni en cien años que
hubieran pasado. Yo no puedo alterar los hechos.
Y qué pena. Qué lástima que Horgenschlag, en la cárcel, no fuera capaz de
escribirle a Shirley Lester la siguiente carta:
Querida Miss Lester:
Espero que unas pocas líneas no la enojen ni molesten. Le escribo, Miss Lester, porque me gustaría que supiera que no soy un vulgar ladrón. Quiero que sepa que le robé el bolso porque me enamoré de usted en cuanto la vi en el autobús. No se me ocurría ninguna manera de llegar a conocerla salvo obrar precipitadamente -alocadamente, para ser exacto-. Pero claro, uno es un loco cuando está enamorado.
Me enamoró el modo en que sus labios estaban tan ligeramente separados. Usted representaba para mí la respuesta a todo. Desde que llegué a Nueva York hace cuatro años no he sido infeliz, pero tampoco he sido feliz. Más bien, la mejor manera de describirme es decir que he sido uno de los millares de jóvenes de Nueva York que se limitan a existir.
Vine a Nueva York desde Seattle. Iba a hacerme rico y famoso y a ir bien vestido ya tener suaves maneras. Pero en cuatro años he sabido que no voy a hacerme rico ni famoso ni a ir bien vestido ni a tener suaves maneras. Soy un buen auxiliar de imprenta, pero no soy más que eso. Un día el impresor se puso enfermo, y yo tuve que ocupar su puesto. Vaya lío que organicé, Miss Lester. Nadie acataba mis órdenes. A los cajistas poco menos que se les escapaba la risa cuando les decía que se pusieran a trabajar. y no los culpo. Soy un idiota dando órdenes. Supongo que simplemente soy uno de los muchos millones que no nacieron para dar nunca órdenes. Pero ya no me importa. Hay un chico de veintitrés años que acaba de contratar mi jefe. No tiene más que veintitrés años, y yo tengo treinta y uno y llevo cuatro trabajando en el mismo sitio. Pero sé que un día él llegará a ser impresor jefe, y yo seré su auxiliar. Pero ya no me importa saber esto.
Lo importante es amarla, Miss Lester. Hay alguna gente que cree que el amor es sexo y matrimonio y besos a las seis y niños, y tal vez sea así, Miss Lester. Pero ¿sabe lo que creo yo? Creo que el amor es un chispazo y sin embargo no es un chispazo.
Supongo que para una mujer es importante que los demás piensen en ella como en la mujer de un hombre que es rico, apuesto, ingenioso o que cae bien. Yo ni siquiera caigo bien. Ni siquiera soy odiado. Sólo soy… sólo soy… Justin Horgenschlag. Yo nunca pongo a la gente alegre, triste, la enfado o ni siquiera le repugno. Creo que la gente me considera un buen tipo, pero eso es todo.
Cuando era niño nadie me señalaba por ser mono ni listo ni guapo. Si tenían que decir algo decían que tenía unas piernecitas muy robustas.
No espero una contestación a esta carta, Miss Lester. Nada en el mundo me gustaría más que una contestación, pero en verdad no la espero. Simplemente quería que supiera usted la verdad. Si mi amor por usted me ha llevado a un nuevo y gran pesar, yo soy el único culpable.
Tal vez un día comprenda y perdone a su torpe admirador,
Espero que unas pocas líneas no la enojen ni molesten. Le escribo, Miss Lester, porque me gustaría que supiera que no soy un vulgar ladrón. Quiero que sepa que le robé el bolso porque me enamoré de usted en cuanto la vi en el autobús. No se me ocurría ninguna manera de llegar a conocerla salvo obrar precipitadamente -alocadamente, para ser exacto-. Pero claro, uno es un loco cuando está enamorado.
Me enamoró el modo en que sus labios estaban tan ligeramente separados. Usted representaba para mí la respuesta a todo. Desde que llegué a Nueva York hace cuatro años no he sido infeliz, pero tampoco he sido feliz. Más bien, la mejor manera de describirme es decir que he sido uno de los millares de jóvenes de Nueva York que se limitan a existir.
Vine a Nueva York desde Seattle. Iba a hacerme rico y famoso y a ir bien vestido ya tener suaves maneras. Pero en cuatro años he sabido que no voy a hacerme rico ni famoso ni a ir bien vestido ni a tener suaves maneras. Soy un buen auxiliar de imprenta, pero no soy más que eso. Un día el impresor se puso enfermo, y yo tuve que ocupar su puesto. Vaya lío que organicé, Miss Lester. Nadie acataba mis órdenes. A los cajistas poco menos que se les escapaba la risa cuando les decía que se pusieran a trabajar. y no los culpo. Soy un idiota dando órdenes. Supongo que simplemente soy uno de los muchos millones que no nacieron para dar nunca órdenes. Pero ya no me importa. Hay un chico de veintitrés años que acaba de contratar mi jefe. No tiene más que veintitrés años, y yo tengo treinta y uno y llevo cuatro trabajando en el mismo sitio. Pero sé que un día él llegará a ser impresor jefe, y yo seré su auxiliar. Pero ya no me importa saber esto.
Lo importante es amarla, Miss Lester. Hay alguna gente que cree que el amor es sexo y matrimonio y besos a las seis y niños, y tal vez sea así, Miss Lester. Pero ¿sabe lo que creo yo? Creo que el amor es un chispazo y sin embargo no es un chispazo.
Supongo que para una mujer es importante que los demás piensen en ella como en la mujer de un hombre que es rico, apuesto, ingenioso o que cae bien. Yo ni siquiera caigo bien. Ni siquiera soy odiado. Sólo soy… sólo soy… Justin Horgenschlag. Yo nunca pongo a la gente alegre, triste, la enfado o ni siquiera le repugno. Creo que la gente me considera un buen tipo, pero eso es todo.
Cuando era niño nadie me señalaba por ser mono ni listo ni guapo. Si tenían que decir algo decían que tenía unas piernecitas muy robustas.
No espero una contestación a esta carta, Miss Lester. Nada en el mundo me gustaría más que una contestación, pero en verdad no la espero. Simplemente quería que supiera usted la verdad. Si mi amor por usted me ha llevado a un nuevo y gran pesar, yo soy el único culpable.
Tal vez un día comprenda y perdone a su torpe admirador,
JUSTIN HORGENSCHLAG
Tal carta no sería más improbable que la siguiente:
Querido Mr. Horgenschlag:
Recibí su carta, que me encantó. Me siento culpable y lamento muchísimo que los acontecimientos se hayan desarrollado como lo han hecho. iOjalá me hubiera usted hablado en vez de cogerme el bolso! Pero claro, supongo que entonces yo le habría respondido con la típica frialdad.
Es la hora del almuerzo, y estoy aquí sola en la oficina escribiéndole. Sentí que hoy quería estar sola a la hora del almuerzo. Sentí que si tenía que ir a almorzar con las chicas en el Autoservicio y se pasaban la comida charloteando como de costumbre, me iba a poner a gritar de pronto.
No me importa que no sea usted un triunfador, ni que no sea apuesto, ni rico, ni famoso, ni que no tenga maneras suaves. Hubo un tiempo en el que sí me habría importado. Los últimos años de colegio estaba siempre enamorada del Don Fascinante de turno. Donald Nicolson, el chico que caminaba bajo la lluvia y se sabía del revés todos los sonetos de Shakespeare. Bob Lacey, el guaperas que era capaz de hacer canasta desde la mitad de la pista, con el marcador en empate y el tiempo casi acabado. Harry Miller, que era tan tímido y tenía aquellos ojos tan bonitos color castaño perenne.
Pero esa parte loca de mi vida ha acabado.
La gente de su oficina a la que se le escapa la risa cuando usted les daba órdenes está ya en mi lista negra. Los odio como nunca he odiado a nadie.
Usted me vio cuando iba toda maquillada. Sin el maquillaje, créame, no soy ninguna belleza arrebatadora. Por favor, dígame cuándo le está permitido tener visitas. Quisiera que me mirara una segunda vez. Quisiera estar segura de que no me pilló en mi mejor falso momento.
iOh, ojalá le hubiera usted dicho al juez por qué me robó el bolso! Podríamos estar juntos y hablar de tantísimas cosas como me parece que tenemos en común.
Por favor, hágame saber cuándo puedo ir a verlo.
Le saluda atentamente,
Recibí su carta, que me encantó. Me siento culpable y lamento muchísimo que los acontecimientos se hayan desarrollado como lo han hecho. iOjalá me hubiera usted hablado en vez de cogerme el bolso! Pero claro, supongo que entonces yo le habría respondido con la típica frialdad.
Es la hora del almuerzo, y estoy aquí sola en la oficina escribiéndole. Sentí que hoy quería estar sola a la hora del almuerzo. Sentí que si tenía que ir a almorzar con las chicas en el Autoservicio y se pasaban la comida charloteando como de costumbre, me iba a poner a gritar de pronto.
No me importa que no sea usted un triunfador, ni que no sea apuesto, ni rico, ni famoso, ni que no tenga maneras suaves. Hubo un tiempo en el que sí me habría importado. Los últimos años de colegio estaba siempre enamorada del Don Fascinante de turno. Donald Nicolson, el chico que caminaba bajo la lluvia y se sabía del revés todos los sonetos de Shakespeare. Bob Lacey, el guaperas que era capaz de hacer canasta desde la mitad de la pista, con el marcador en empate y el tiempo casi acabado. Harry Miller, que era tan tímido y tenía aquellos ojos tan bonitos color castaño perenne.
Pero esa parte loca de mi vida ha acabado.
La gente de su oficina a la que se le escapa la risa cuando usted les daba órdenes está ya en mi lista negra. Los odio como nunca he odiado a nadie.
Usted me vio cuando iba toda maquillada. Sin el maquillaje, créame, no soy ninguna belleza arrebatadora. Por favor, dígame cuándo le está permitido tener visitas. Quisiera que me mirara una segunda vez. Quisiera estar segura de que no me pilló en mi mejor falso momento.
iOh, ojalá le hubiera usted dicho al juez por qué me robó el bolso! Podríamos estar juntos y hablar de tantísimas cosas como me parece que tenemos en común.
Por favor, hágame saber cuándo puedo ir a verlo.
Le saluda atentamente,
SHIRLEY LESTER
Pero Justin Horgenschlag nunca llegó a conocer a Shirley Lester. Ella se
bajó en la calle 56, y él se bajó en la calle 32. Aquella noche Shirley Lester
fue al cine con Howard Lawrence, de quien estaba enamorada. Howard pensaba que
Shirley era estupenda para salir por ahí con ella, pero la cosa no pasaba de
ahí. Y Justin Horgenschlag aquella noche se quedó en casa y escuchó la emisión
dramática del jabón de baño Lux. Pensó en Shirley toda la noche, todo el día
siguiente, y muy a menudo durante aquel mes. Luego, de repente, le presentaron
a Doris Hillman, que estaba empezando a temer que no iba a encontrar marido. Y
entonces, antes de que Justin Horgenschlag se diera cuenta, Doris Hillman y
otras cosas estaban archivando a Shirley Lester en el fondo de su memoria. Y
Shirley Lester, la idea de ella, dejó de ser asequible.
Y esa es la razón por la que nunca escribí para Collier’s un cuento
del tipo chico-conoce-chica. En una historia del tipo chico-conoce-chica el
chico debería conocer siempre a la chica.
(1941)
Traducción de Javier Marías