José
María Arguedas (1911-1969)
Este gran
escritor peruano, que imprime a sus historias y personajes una ternura
maravillosa, es un fiel exponente de dos mundos que conviven en el Perú, el
indígena y el europeo. Algunas de sus obras son: Agua (1935), Yawar
fiesta (1941) Diamantes y pedernales (1954), Los ríos profundos
(1956), Todas las sangres (1964) y El zorro de arriba y el zorro de
abajo (1971).
Los
ríos profundos (fragmentos)
“La
terminación quechua yllu es una
onomatopeya. Yllu representa en una de
sus formas la música que producen las alas en vuelo; música que surge del
movimiento de objetos leves. Esta voz tiene semejanza con otra más vasta: illa. Illa nombra a cierta especie de luz y a los monstruos que nacieron
heridos por los rayos de la luna. Illa
es un niño de dos cabezas o un becerro que nace decapitado: o un peñasco
gigante, todo negro y lúcido, cuya superficie apareciera cruzada por una vena
ancha de roca blanca, de opaca luz; es también illa una mazorca cuyas hileras de maíz se entrecruzan o forman
remolinos; son illas los toros
míticos que habitan el fondo de los lagos solitarios, de las altas lagunas
rodeadas de totora, pobladas de patos negros. Todos los illas, causan el bien o el mal,
pero siempre en grado sumo. Tocar un illa,
y morir o alcanzar la resurrección, es posible.”
“Yo no pude
ver el pequeño trompo ni la forma cómo Antero lo encordelaba. Me dejaron entre
los últimos, cerca del “Añuco”. Solo vi que Antero, en el centro del grupo,
daba una especie de golpe con el brazo derecho. Luego escuché un canto delgado.
Era aún
temprano; las paredes del patio daban mucha sombra; el sol encendía la cal de
los muros, por el lado del poniente. El aire de las quebradas profundas y el
sol cálido no son propicios a la difusión de los sonidos; apagan el canto de
las aves, lo absorben; en cambio, hay bosques que permiten estar siempre cerca
de los pájaros que cantan. En los campos templados o fríos, la voz humana o la
de las aves es llevada por el viento a grandes distancias. Sin embargo, bajo el
sol denso, el canto del zumbayllu se propagó con una claridad extraña; parecía
tener agudo filo. Todo el aire debía estar henchido de esa voz delgada; y toda
la tierra, ese piso arenoso del que parecía brotar.
-¡Zumbayllu,
zumbayllu!
Repetí muchas
veces el nombre, mientras olía el zumbido del trompo. Era como un coro de
grandes tankayllus fijos en un sitio, prisioneros sobre el polvo. Y causaba
alegría repetir esta palabra, tan semejante al nombre de los dulces insectos
que desaparecían cantando en la luz.”