sábado, 20 de noviembre de 2021

Andá a la peluquería, Di Pace, por Gustavo Di Pace

 


 Ahí estaba yo en la puerta del colegio, esperando a mi hija, pensando en temas trascendentales cómo qué interesante se torna una descripción literaria cuando otorga espíritu a las cosas y… por qué mis gatos se comen el papel higiénico y… todo a un mismo tiempo, qué escalofriante es estar de acuerdo con cada aseveración de Byung-Chul Han. Afuera de mi cabeza, la liviandad de la primavera se derramaba junto al sol entre las hojas de los árboles y, entonces, tomado por ese regalo de la naturaleza, traté de aquietar la mente. No tuve demasiado tiempo porque los chicos enseguida comenzaron a salir en fila, guiados por las maestra. De repente, cuando mi hija bajaba las escaleras con esa gracia tan suya, escuché desde algún lugar indefinido esa frase que era casi una orden: “Andá a la peluquería, Di Pace”. Es cierto que no era la primera vez que me la decían. Otras veces era acompañada con un “no seas ridículo”, “dejate de joder, a tu edad”, “estás hecho un viejo patético”, “te hacés el rockero” o “parecés un león” (y podría seguir, pero se haría demasiado largo el texto).

Dato no menor, el “amigo” que había hecho la “recomendación” es pelado. Así, su cabeza brillaba al sol de la tarde como una bola de billar (pero no se lo dije). Lo saludé constatando de nuevo la conexión entre su condición y mi frondosa cabellera rockera y nos fuimos con mi hija a casa. La charla con ella acerca de cómo le había ido en el colegio fue una pequeña tregua al pequeñísimo suceso que sumaba un asunto más a mis cavilaciones de ese día. “Papi, una paloma me hizo caca en el pantalón”, “ah, el viernes tenemos prueba de inglés”, “¿sabías que la profesora de Educación Física está embarazada?”. Pero ni bien llegamos y ella se preparó para tomar su clase de dibujo oriental por Zoom, comencé a enrollarme otra vez. No pensé que a esta altura de mi vida iba a estar pensando en asuntos tan triviales, tal vez asomaba cierta inseguridad nunca del todo superada, pero… ¿Por qué insistían en que me cortase el pelo? ¿Los escritores deberíamos llevar el pelo corto? ¿Era apenas una sugerencia estética?

Fui hasta el espejo y me miré. Más allá del paso inevitable de los años, me gustó la imagen que este me devolvía. Tampoco era para vanagloriarse pero… siempre fui un poco retro. En los años ochenta probablemente nadie me habría dicho nada. Ahora bien, yo sabía que llevar el cabello largo no sólo me diferenciaba de aquellos que usaban esos cortes de moda con gel y jopo que tanto detesto sino también de casi todos los correctísimos y prolijos compañeros de mi generación. Constatarlo, no lo puedo negar, me inunda de un secreto y mundano orgullo.

Me dispuse a seguir con mi trabajo, puse algo de Hendrix y fue entonces que un sinnúmero de caminos comenzaron a tenderse en mi cabeza, Era una compleja autopista, con ideas que se entrecruzaban y parecían confluir en una ruta que, de a poco, si los dioses eran benévolos, me iría dilucidando esta importantísima cuestión. Las ideas que surgieron, aparentemente inconexas, fueron las siguientes:

1) Muchos ya no buscan títulos o autores en las librerías sino que sólo compran lo que les “recomiendan” los medios y las redes. Parecen haber perdido el afán de descubrimiento que significa hurgar entre libros, palparlos, leer de qué tratan e investigar por cuenta propia.

2) El panóptico del que habla Foucault ha tomado nuevas formas y ya no sólo somos vigilados sino también direccionados.

3) En correspondencia con el ítem anterior, aquella idea de Heidegger de que no pensamos sino que somos pensados sería “tendencia” en los días que corren.

4) Siguiendo el punto anterior, no sólo perdimos la capacidad para resolver una mínima cuenta matemática porque la calculadora, la computadora o el celular lo hace por nosotros, sino que también perdimos la capacidad para esbozar unas pocas ideas propias: los medios, la posverdad y todo circuito de poder lo hace por nosotros.

5) Siguiendo también con el punto anterior, y como eslabones de una misma y larga cadena, ni bien uno se sale de la norma, del pensamiento común o de acción, es señalado y juzgado.

En conclusión, cada día que pasa firmamos una previsible acta de defunción, la del pensamiento propio. Y no creo necesario citar la Cábala, con esa idea de que detrás de diversos elementos que parecen estar lejos entre sí, hay una conexión. Ya lo decía, no tan metafísicamente y con una claridad escalofriante, Pancho Ibañez: “Todo tiene que ver con todo”.

Es justo decirlo: si diese entidad a los juicios de valor que he recibido a lo largo de mi vida ya debería haberme suicidado hace treinta y cinco años, así que la sugerencia de que visite al peluquero no deja de ser una mancha más al tigre, como se dice. Pero llama la atención cómo en una sociedad que proclama por un lado la igualdad y la tolerancia, permita por otro estos visos de tinte conservador, con todo lo que eso significa en los días de hoy, ideas cuyo crecimiento es exponencial en diversas partes del mundo. ¿No será mucho, Di Pace? Quizás. Pero es fácil corroborar que una sociedad enlatada, donde el criterio es moldeado por las modas, donde el que piensa o actúa distinto es “raro”, donde se naturaliza que un conductor de televisión salga en pantalla con un corte de pelo nuevo cada semana, o un político que nació en el jurásico no tenga una sola cana, sean lo aceptado. Y uno, que apenas probó otro look o es víctima de la nostalgia, sea hostigado con sugerencias y adjetivaciones de todo tenor. ¿No es extraño que una sociedad fast food como la nuestra realce las malas noticias convirtiéndolas en un espectáculo diario? ¿No les preguntan a todos aquellos que desean ser libres por qué votan a los que los volverán a someter y, qué casualidad, dichas corrientes están en contra de toda política de inclusión? Creo sinceramente que vivimos en una sociedad hipócrita, donde un negocio de venta de personalidades se fundiría, no porque no fuese buena idea ofrecerlas sino porque muchos están demasiado cómodos con sus pensamientos estereotipados.

Emerson, el escritor trascendentalista, dijo que los argumentos no convencen a nadie… Hermann Hesse afirma en Mi credo que es denunciante y adversario de su época, y habla de su tiempo como una “atmósfera de mentiras, codicia, fanatismo y vulgaridad”.

No puedo estar más de acuerdo con estos viejos camaradas. Qué fácil es instalar ideas en el rebaño. Fíjense que hasta dejarse el pelo un poco más largo deja en evidencia esta triste y casi maléfica verdad….

En estas reflexiones estaba cuando mi hija terminó su clase y me propuso jugar. La miré y le hice una contrapropuesta: salgamos a caminar, a reconocer pájaros por su canto y su color. Me miró entusiasmada, así que aquí dejo estas maquinaciones y anoticio a todos aquellos a los que mi “pelaje” parece quitarles el sueño: la calvicie ya asoma en la parte superior de mi cabeza, sin prisa y sin pausa. Quédense tranquilos. En cualquier momento deberé ir a la peluquería o el pelo se me caerá solo. Mientras tanto, juego a que el tiempo no pasa tan rápido. Como verán, tal vez sea un poquito patético, pero no molesto a nadie, sólo soy fiel a lo que me gusta y puedo jactarme de no juzgar a los demás ni levantar mi dedo acusador a nadie. Let it be, cantaban Los Beatles. Eso sí, el peluquero el otro día vio mi foto de perfil de Whatsapp y me mandó un audio corto y contundente: “Vení, Samson, en veinte minutos te hago el corte de Fantino”.

 

Gustavo Di Pace